«Un helado día de invierno, los miembros de la sociedad de puercoespines se apretujaron para prestarse calor y no morir de frío. Pero pronto sintieron las púas de los otros, y debieron tomar distancias. Cuando la necesidad de calentarse los hizo volver a arrimarse, se repitió aquél segundo mal, y así se vieron llevados y traídos entre ambas desgracias, hasta que encontraron un distanciamiento moderado que les permitía pasarlo lo mejor posible»
Schopenhauer, 1851
¿Cómo llega a ocurrir que un conjunto de desconocidos pase a conformar lo que, a partir de entonces llamarán «grupo», y será visto por ellos mismos, y por quienquiera los observe, como una unidad: una unidad en la medida en que «aspira» a actuar como tal, en la medida en que parece hacerlo?
1.Antecedentes
En su Psicología de las masas y análisis del yo, al tratar juntas las dos formaciones que enlaza en el título, Freud inicia el despliegue de lo que en psicoanálisis ha insistido como un nudo problemático: la relación conflictiva entre el grupo y el narcisismo individual[1], en cada humano «llevado y traído entre ambas desgracias».
Freud propone que el grupo es posible gracias a la idealización de un intermediario: persona o idea con un estatuto y una jerarquía diferentes a los que corresponden a los miembros del grupo, quienes a consecuencia de la comunidad en la idealización, pueden identificarse entre ellos. Se ocupa entonces de las relaciones que mantienen entre sí los mecanismos de identificación e idealización, que explicarían la «resolución» de lo que sería el conflicto yo/grupo de otro modo infranqueable.
En un primer momento, Freud indica que identificación e idealización serían mecanismos opuestos, desde el punto de vista del enriquecimiento o empobrecimiento del yo en cuanto al aflujo de libido. En la identificación, la libido tiene por destinatario al yo, abandonando al objeto; en la idealización abandona al yo para sobrestimar al objeto a expensas de la investidura narcisista.
Sin embargo, dice Freud, tal oposición es en realidad un espejismo. Ambos mecanismos pueden efectivamente coexistir, puesto que es posible distinguirlos de otro modo, dice, según «que el objeto se ponga en el lugar del yo o en el del ideal del yo». En ese caso, el objeto perdido, puesto que su pérdida es la condición de la identificación, podrá ser sin embargo conservado en la idealización, como objeto idealizado.
Vemos así cómo, lo que resultaba un conflicto entre investiduras dirigidas al yo e investiduras dirigidas a algo que le era externo, el objeto, se convierte en un conflicto entre instancias psíquicas. Esta «solución», con la que afirma concepciones que lo llevarán a formular su segunda tópica, indica el interés privilegiado de su estudio: no tanto la especificidad del grupo como objeto, sino sobre todo el análisis del yo.
Cuando W. R. Bion (1948) emprende sus investigaciones, se posiciona de un modo muy diferente al de Freud: su objeto de análisis es el grupo –quiere comprender al grupo–, y se interroga por esos modos de comportarse un «agregado» de personas «como si se hubieran puesto de acuerdo». Propone entonces que algunas formaciones inconscientes de cada uno son aportadas unánime, anónima e involuntariamente en un continente que llama «mentalidad grupal». La «mentalidad grupal» entra en conflicto con «el individuo», es decir, las necesidades individuales, produciéndose entonces una formación de compromiso, la «cultura de grupo». Apuntemos aquí que esta formación fantasmática –constituida por los supuestos básicos, derivaciones de una fantasía de escena primaria muy primitiva– resultaría entonces, por su capacidad de administrar las relaciones entre lo individual discriminado y lo colectivo indiscriminado, una formación intermediaria.
La diferencia de acento entre las perspectivas de Freud y de Bion, interesado uno más bien por el objeto yo y el otro sobre todo en el objeto grupo, tiene más de una consecuencia. Al partir de una mirada que podríamos llamar «grupalista», Bion contribuye a la comprensión del fenómeno grupo con ideas decisivas. Por un lado, pese a definir a la unidad grupo como una fantasía, es la realidad material del grupo la que promueve la activación de aquellas formaciones psíquicas que le son específicas[2]. Por otro lado, deja de ver a la persona del líder como lo que reúne en primer lugar al conjunto, para considerar al propio liderazgo ya como un fenómeno de producción grupal.
No obstante, y más allá de sus divergencias, tanto Freud como Bion encuentran en el nudo de la relación individuo/grupo un conflicto cuya superación exige la presencia o la creación de un intermediario.
Por su parte, Didier Anzieu (1978), que retoma en sus propias contribuciones la idea de Bion acerca de la fantasía como mediadora en esa relación individuo/grupo, desarrolla la fecunda hipótesis de una analogía entre grupo y sueño. Analiza entonces las conexiones entre el grupo y el yo desde el punto de vista de las regresiones que ambas situaciones –tanto el grupo como el sueño– suscitan. Entre ellas, aunque alude a la regresión hacia los narcisismos primario y secundario, se ocupa, tal como lo anuncia en el texto, sólo del último (op. cit. pág. 83). Y es seguramente por este motivo que no encuentra obstáculo en indicar al mismo tiempo que el grupo es una amenaza primaria para cada yo que quiere verse como la unidad independiente que pretende haber llegado a ser, y también que los humanos entran al grupo como al dormir entran al sueño.
La primera proposición, del grupo como amenaza para el individuo (indiviso), indica evidentemente la presencia del conflicto yo/grupo. Pero, ¿qué decir de la segunda? ¿Es el sueño igualmente amenazante?
Cuando experimentamos o percibimos la inquietud que la conformación de un nuevo grupo produce, no podemos menos que decirnos que la entrada al sueño no es generalmente tan perturbadora: queremos dormir, queremos soñar, y es más bien cuando esto no ocurre que nos sentimos angustiados. Por lo tanto, más allá del notable aporte que debemos a la aguda formulación de sus analogías, debe de haber alguna diferencia esencial entre «entrar a un grupo» y «entrar al sueño».
2. El primer narcisismo
En cuanto al conflicto yo/grupo, realmente parece difícil considerar de otro modo que conflictiva esa relación si sólo tomamos en cuenta el narcisismo que inviste al yo como objeto. Pero, si en cambio nos remontamos más atrás en el desarrollo evolutivo y nos ubicamos en los comienzos de la vida mental, evidentemente grupo y yo no pueden oponerse, sino que constituyen una misma y única realidad psíquica.
Tomando las indicaciones de Freud (1914) acerca del origen del narcisismo del niño como una herencia y una continuación del narcisismo de los padres, idea que Piera Aulagnier (1975) formalizaría en su concepción del contrato narcisista, resulta claro que el primer narcisismo es compartido. Es compartido en el sentido de la indiscriminación, puesto que la investidura, conjunta, tanto de la madre (o de los padres) como del niño, recae sobre la continuidad, esa unidad madre-niño de la que sólo luego surgirán el yo y el objeto. Pero, puesto que la madre ya ha pasado, mal o bien, por esos procesos diferenciadores, el primer narcisismo también es compartido en el sentido de la reciprocidad, de lo que podríamos representarnos como un feed-back narcisista[3].
La creación-hallazgo del yo. El no-yo
El nuevo acto psíquico por el que se constituye el yo como una diferenciación, como una nueva unidad, tendrá lugar precisamente dentro de aquella primitiva entidad, surgiendo desde ella. Y es sólo entonces que el narcisismo podrá establecerse, novedosamente, como «individual».
El narcisismo individual, el que inviste al yo como objeto, es por lo tanto secundario al primero, y no puede producirse sino a partir de ese antecedente: la investidura narcisista primaria de la unidad formada con la madre.
El nuevo acto psíquico por el cual el yo deviene objeto es el de una creación-hallazgo. El yo es efectivamente un objeto hallado porque ha sido anticipado y posibilitado en la mente de otro/s, es decir en un espacio psíquico que lo precede. Sin embargo, esta anticipación no basta para garantizarlo, porque, llegado el momento, tendrá que ser creado, justamente por un nuevo acto psíquico. La anticipación es solamente –y también, nada menos que– una disposición significante. Pero la significación en sí exige una apropiación, un trabajo psíquico de retoma, por cuenta propia, de lo que está allí para ser tomado.
Esta creación-hallazgo de la que resulta el yo sólo puede ocurrir por apuntalamiento: apuntalamiento en el cuerpo y el psiquismo propios, en el cuerpo y el psiquismo de la madre, en el grupo y en la cultura.
Como lo ha mostrado René Kaës (1978, 1984, 1993), el apuntalamiento del psiquismo en su proceso de construcción y desarrollo es múltiple. Su investigación ha puesto de relieve cómo la obra freudiana tomada en su conjunto autoriza a considerar más de un lugar de apuntalamiento para la psique. Ya no se trata de un único puntal, el que toma la pulsión en el cuerpo propio, descrito en los Tres ensayos – y devenido clásico en la literatura psicoanalítica. Tanto la construcción del yo como la del objeto encuentran apuntalamiento en la relación con las funciones maternas. La creación del yo se apuntala, por ejemplo, en la función paraexcitadora primero cumplida por la madre; la elección anaclítica del objeto toma como puntal la relación antes establecida con ella. Por otro lado, como se desprende de las investigaciones emprendidas por Freud en El porvenir de una ilusión y en El malestar en la cultura, las instancias ideales, las identificaciones, las imagos, los complejos son formaciones colectivas que se apuntalan en el grupo y en la cultura. El conjunto de estos lugares de apuntalamiento constituye precisamente la red que posibilita la mentalización.
Siguiendo esta misma concepción, que el yo sea creado por apuntalamiento sobre el narcisismo primario significa que entre lo que funciona como puntal y aquello que se apuntala existe una relación compleja, en la que intervienen los tres elementos con que R. Kaës caracterizó a este mecanismo. En primer lugar, un apoyo: en un punto, el puntal y lo apuntalado hacen cuerpo, es decir que, en ese punto, no podríamos distinguir uno del otro. En segundo lugar, lo apuntalado se modela sobre lo que sirve de puntal : como, por ejemplo, cuando el mecanismo psíquico de identificación toma su modelo de la incorporación oral. En tercer lugar, entre el puntal y lo apuntalado existe una separación, un espacio de entreapertura donde el puntal está ausente. En ese espacio de separación entre puntal y apuntalado, ese espacio de ausencia del puntal, deberá ocurrir, aunque nada lo garantiza, un pasaje transformador, una transcripción creadora de la que resulta entonces algo nuevo. Esa ausencia del puntal es la condición que permite, aunque, como decíamos, no asegura, este pasaje de un nivel a otro, o de un objeto a otro. Es en ese momento y en ese acto que el puntal se constituye a la vez como un «objeto» y un no-objeto, en la medida en que, perdido, resulta al mismo tiempo el trasfondo del nuevo objeto creado.
Por lo tanto, la constitución del objeto-yo por apuntalamiento significa que el narcisismo individual, secundario, que lo inviste, además de haberse apoyado en y modelado sobre el narcisismo primario, ha debido entonces en parte «perderlo». La «pérdida» de esa continuidad, es condición de la creación del yo. Esa ausencia, y el trabajo de elaboración de esa ausencia de la unidad indiferenciada, son el lugar y el proceso de construcción del nuevo objeto. En tanto por su parte, la estructura que ha funcionado como puntal equivaldrá en este caso, en su dimensión de no-objeto, al no-yo[4].
Así, la grupalidad narcisista primaria tiene con el yo una relación a varias vías. Por un lado, es indistinguible de él en un punto donde ambas estructuras convergen y se confunden. Por otro lado, está metafóricamente reconstruida en el yo que se ha modelado sobre ella. Finalmente, la grupalidad narcisista primaria es el negativo del yo, lo que el yo ha debido perder-abandonar para ser.
Narcisismo y apuntalamiento
Según esta perspectiva, es evidente que la relación entre narcisismo y apuntalamiento no se puede definir unívocamente como de oposición, como podría hacerlo parecer a primera vista la distinción que Freud propone cuando describe las dos modalidades de la elección de objeto.
Así, la relación entre narcisismo y apuntalamiento se dejaría describir más bien como una tensión entre tendencias. Por una parte, la tendencia propia de la dimensión narcisista, como tendencia a la conservación del modo y los objetos de satisfacción ya conseguidos, con rechazo de la pérdida, de la ausencia y de la prohibición[5]. Por otra parte, la tendencia propia del apuntalamiento, como disposición al reconocimiento de que algo falta y a su reemplazo en una multiplicación de los modos y los objetos capaces de producir en su lugar la satisfacción –con el consecuente trabajo de duelo por lo único.
Pero debemos tener en cuenta que, desde el punto de vista según el cual el móvil último de todo trabajo de desprendimiento y de construcción es la aspiración a la perpetuación y la ampliación de la unidad, ambas tendencias son complementarias: toda creación tiene algo de pseudopodio, algo de extensión y de afirmación del yo. En última instancia, es esta búsqueda narcisista de recuperación de lo que habría sido y podría volver a ser un todo lo que funciona como motor e incentivo para el trabajo psíquico. Es ella la que incita el trabajo de elaboración de la pérdida, ya sea que esta elaboración se exprese en una nueva identificación o en la creación-encuentro de un nuevo objeto de amor.
3.Narcisismo Primario, Masa, Grupo
La angustia de dilución
Ahora bien, ¿qué significa para el yo una regresión al narcisismo primario?
Por lo que hemos expuesto, la predominancia que, en cualquier caso que consideremos, pudiera adquirir el narcisismo primero, previo a la constitución del yo, y que por lo tanto no supone al yo como acto, sino sólo –y eventualmente– como una potencialidad, como una anticipación en la mente de otro, significa para él una puesta en crisis[6]. El yo, formación transicional, objeto primero ofrecido y luego creado, es puesto en crisis en el aspecto según el cual se piensa como «no debiendo nada a nadie». En este sentido, la crisis afecta a la creencia del yo en cuanto a ser una unidad autónoma desde el origen y por lo tanto amenaza cuestionar su capacidad autogenésica.
Proponemos, entonces, que las angustias que inundan al yo en el momento de verse puesto junto con otros, de encontrarse en un conjunto de desconocidos, corresponden al desapuntalamiento del narcisismo secundario, en la actualización del narcisismo primario.
Esa grupalidad primaria que antecede al yo, no necesariamente lo pre-supone, como no sea en la mente de otro, de cuya representación psíquica depende entonces imaginariamente el yo para llegar a ser. El afecto que caracteriza a esta puesta en crisis es la angustia de dilución y su más clara manifestación es el estado de anonadamiento.
Masa e hipnosis
Tal estado de anonadamiento es detectable en situaciones absolutamente cotidianas. Lo vemos, lo experimentamos, por ejemplo, al participar en una disertación. Si tras ella se da lugar a las preguntas del público, a esa propuesta de «cambio de foco», sucede un silencio, una incomodidad: son muchas las sillas, las posiciones que no terminan de resultar confortables; se evitan las miradas y el propio cuerpo o el piso de la sala parecen atraer o distraer toda la atención. A veces, alguno o algunos se recomponen, se «recentran», y hacen preguntas con valor de enunciado. A veces, alguno o algunos, todavía en dificultades, hacen preguntas con valor acciones, como indicando sobre todo mediante esa señal su posición en el espacio[7]: dando y dándose así un primer punto de referencia. La acción en sí misma, aquí, de preguntar, de intervenir, de hablar y escucharse hablar, será un principio de convocatoria a la recuperación posicional del yo vacilante. Finalmente, a veces, no hay preguntas, se impone el anonadamiento.
¿Diremos que el público, cada espectador, ha quedado como «hipnotizado»? Quizá vale la pena detenernos un momento a reconsiderar esta ya tradicional analogía. En 1921, Freud decía, por un lado, que la hipnosis y la formación de masa eran, más que comparables, idénticas. Pero, por otro lado, también decía que buena parte del fenómeno de la hipnosis se sustraía todavía a la comprensión. Y lo aún inexplicado de la hipnosis podía sintetizarse en dos observaciones: « (…) un suplemento de parálisis que proviene de la relación entre una persona de mayor poder y una impotente, desamparada (…) y el hecho enigmático de que ciertas personas son aptas para ella [la hipnosis], mientras que otras se muestran por completo refractarias (…)» (pág. 109).
Hemos ilustrado cómo este «suplemento de parálisis», tan evidente en la hipnosis, no falta en la masa, aun cuando su manifestación sea en ella menos ostensible y más fugaz.
Pero lo explicamos diversamente: se debe al anonadamiento del yo puesto en crisis por la actualización del narcisismo primario. En este caso, la relación asimétrica «entre una persona de mayor poder y una impotente, desamparada», no sería ya la causa de la parálisis. Sería, o bien un fenómeno colateral, o bien un efecto de las defensas elementales estimuladas por tal actualización.
Por otra parte, si recordamos ahora aquel «espejismo» de encontrar una oposición entre identificación e idealización, cuya efectiva coexistencia Freud justificaba gracias a la división entre instancias intrapsíquicas, este punto adquiere también un matiz diferente. Las formaciones psíquicas propias del narcisismo primario no suponen, evidentemente, una distinción entre instancias, como no suponen una separación yo/objeto. Por lo tanto, en esa unidad continua, tanto las investiduras –identificatoria e idealizante– como su(s) destinatario(s) –el yo y el objeto–, no pueden oponerse porque no son discernibles.
Por último, no es indiferente en esta revisión que hayan transcurrido ochenta años desde la primera comparación entre masa e hipnosis. Nuestra clínica actual, como otras prácticas trabajadas por la época, nos muestran con nitidez dramática una gran variedad de situaciones que no todo sujeto es capaz de tolerar. Hoy sabemos que, como entonces con la hipnosis, no cualquier yo puede permitirse la participación en una multitud, o el enamoramiento, sin temores, incluso sin pánico.
Del mismo modo, numerosas observaciones clínicas nos inducen a sospechar que muchas personas que no enfrentarían graves inconvenientes al ser incluidas en grupos psicoanalíticos ya conformados, difícilmente tolerarían en cambio las circunstancias iniciales de la formación de un grupo. Aunque no nos extenderemos aquí en esta cuestión correspondiente a la psicopatología, una investigación orientada a la tolerancia frente a la actualización del narcisismo primario y la consecuente puesta en crisis del yo en los comienzos de un grupo sería un aporte indispensable al ya antiguo debate de las indicaciones con relación a los dispositivos de análisis y/o tratamiento.
Grupo y sueño
La perspectiva propuesta, según la cual el encuentro inicial de desconocidos reunidos para constituir un grupo implica la puesta en juego en primer plano de las formaciones propias del narcisismo primario, nos lleva a considerar que existe una diferencia crucial entre «grupo» y «sueño».
En el sueño, el yo que (se) sueña no arriesga su propia existencia; no va más allá de objetos internos que, tranquilizadores o terroríficos, ya están, del modo que fuere, incluidos en él.
En el sueño individual el yo es, para sí mismo, su pre-supuesto; el yo puede allí «realizar» su deseo, incluso la más primordial de sus aspiraciones: a la vez ser el grupo y poseerlo, lo que equivale a conseguir simultáneamente la unidad y la separación. Salvo patología, la grupalidad primaria se mantiene en el sueño como un fondo ya estabilizado, que no será puesto en cuestión, y sobre el que es posible el despliegue de la escena del contenido manifiesto.
El proyecto de grupo, en cambio, incluye al yo de inmediato, y aunque provisoria, masivamente, en aquello que no sólo no es él –distinción sólo posible desde el narcisismo secundario–, sino más bien en eso donde él no es, y donde podría, tal vez, no ser. Porque, como lo hemos indicado, el encuentro con la grupalidad primordial no es para el yo un encuentro con un opuesto, sino el riesgo de una inmersión en lo disolvente.
Del «sentimiento oceánico» a la ilusión grupal
La definición bioniana del grupo como «un agregado de individuos en el mismo estado de regresión» resulta aparentemente rebatida por la posterior afirmación de René Kaës (1993) acerca de la singularidad de la regresión para cada yo comprometido en un grupo.
¿Debemos, entonces, juzgar contradictorias ambas postulaciones, o, como nos inclinamos a pensar, una y otra se refieren a diferentes niveles de análisis? [8]
Considerando el nivel donde se juega la más primitiva formación psíquica, esa que cronológica y estructuralmente antecede a la diferenciación tanto del yo como de todo objeto, incluido el grupo como objeto, entendemos la pertinencia de la propuesta de Bion: en referencia al primer narcisismo, la regresión sería idéntica en todos los sujetos en cuanto a la activación de la grupalidad primaria.
Aunque asimilamos tal estado al sentimiento oceánico, pensamos que éste se dejaría describir mejor como ilusión oceánica, en la medida en que el afecto que lo acompaña no es universalmente uniforme: es distinto en cada sujeto singular dentro de la polaridad placer-displacer. En el interjuego entre tales afectos y entre las respuestas singulares que suscitan, aparecen las fuerzas y los medios capaces de producir los primeros movimientos tendientes a la organización del grupo. Por lo tanto, la necesidad y la posibilidad de esa organización es tributaria de las «diferencias de potencial» afectivas e ideativas, las diferencias propias de cada subjetividad y las diferencias que se suscitan en y por el encuentro de varios. Es en este sentido que evidentemente no podemos hablar de una regresión que sería idéntica para todos los individuos.
Ahora bien, ¿qué es, imaginariamente para el yo, «formar un grupo»? «El grupo» es eso que el yo ha perdido para ser, y aquello que jamás dejará de intentar recuperar: es su referencia primera, y constante, lo que, paradójicamente, necesita para ser «enteramente». Así, hacer grupo, hacer un grupo, es primero, en el deseo de cada uno, ser un grupo, hacer coincidir los bordes del yo y del grupo, sin intersticios, sin distancia.
Aunque la realización imaginaria de tal aspiración conoce en los distintos agrupamientos diversos avatares, existe un fenómeno notable, que Didier Anzieu (op.cit.) describió como «estado psíquico particular» que se expresa espontáneamente en frases como «estamos bien juntos» ; «somos un buen grupo» y que llamó ilusión grupal, cuya modalidad de funcionamiento es análoga a la del yo-ideal.
El afecto eufórico que caracteriza a este fenómeno señala con toda evidencia un triunfo: el de la coincidencia, el de la ilusión de la coincidencia. Esta ilusión de coincidencia, sin embargo, debe ser considerada según dos aspectos complementarios. I) La ilusión individual, de la coincidencia entre el yo y el grupo ¡sin conflicto! : ser a la vez uno y más de uno en función de la supuesta confluencia de los deseos, que se han vuelto «uno» y ya no singularizan. II) La ilusión colectiva, según la cual cada yo –pero no solo, no como en el sueño, sino ahora con «otros»–, es, sin conflicto, un grupo, porque varios yo, «unificados» para eso, coinciden así en sus bordes con el del grupo que han autocreado. Y, precisamente, se trata de las condiciones de la ilusión grupal: por un lado, una alianza pone en suspenso las distancias y las diferencias que podrían impedir la unificación; por otro lado, es esta alianza la que genera al grupo como de sí mismo. La consumación de esta alianza inconciente, de este nuevo acto inter y transubjetivo, da lugar, mediante la apropiación transformadora común que implica, a la creación de un objeto nuevo. La euforia celebra esa creación del objeto (narcisista) grupo, por parte del, desde ese mismo momento, «grupo» que se verifica como una entidad en su propio acto de creación.
La anticipación en la mente de otro
Así, el comienzo del proceso de organización del grupo coincide con el proceso de reorganización del yo. Para el caso del grupo como dispositivo metodológico, el grupo ha sido ofrecido por una institución, un/os analista/s, que por lo tanto ha/n anticipado su existencia, y cada uno de los integrantes ha sido admitido, mediante cualquier operación que se haya implementado, para formar parte de él. A partir de esa anticipación, esa representación en la mente de otro que supone el deseo de ese otro de formar un grupo, se han reunido ahora y aquí esos yo que realizan así a la vez el propio deseo y aquel deseo fundador. Por lo tanto, «quién es/quiénes somos “el grupo”», «quién/es lo forma/mos» y qué deseo ha logrado (omni)potentemente reunirlo, son las preguntas cuyos avatares de respuesta forzarán el trámite de las uniones y las separaciones, las fusiones y las discriminaciones, que, si todo va bien, producirán al grupo como objeto. Este objeto, anticipado en la mente de quien/es ocupa/n el lugar del fundador, ha sido de ese modo ofrecido. Ahora deberá ser creado por los agrupantes en una apropiación transformadora: será un objeto común, intermediario, transicional.
4. Los dispositivos psicoanalíticos de grupo
Es indiscutible que la puesta en evidencia de la actualización de estas formaciones y procesos psíquicos encuentra un lugar privilegiado de manifestación en el dispositivo analítico de grupo, donde además podrá ser objeto de análisis y eventualmente de interpretación.
Cabe sin embargo hacer una distinción entre los grupos psicoanalíticos de reflexión o de formación y los terapéuticos.
El primero, reunido justamente para hacer la experiencia de la formación y construcción de un grupo, hace foco, desde la oferta misma del dispositivo, como desde el momento de enunciación de las consignas, en tales procesos.
El grupo terapéutico, en cambio, reúne a personas que han consultado a un mismo profesional, o en una misma institución, pero a quienes el dispositivo grupal como medio de tratamiento les ha sido indicado, o acordado, entre otros posibles, y además, por lo general, nunca a su sola demanda. También constituye una diferencia el hecho de que cada uno de los participantes se ha visto llevado a la consulta, más que por el deseo de conocer acerca de sí mismo, por la necesidad de aliviar un sufrimiento. El relato de ese sufrimiento, altamente individualizado, fuertemente cargado de historia singular y singularisante, con frecuencia además novelado, proporciona en esos primeros momentos a cada sujeto individual una representación-meta organizadora del polo yoico discriminado.
En suma, estos fenómenos que nos ocupan, aunque no por eso dejan de ocurrir en él, en el grupo terapéutico cursan por lo general como subyacentes. Mientras que, en el grupo psicoanalítico de reflexión, en esos primeros momentos previos a la organización que hará –para cada uno– del agregado un grupo, el anonadamiento del yo se evidencia muy dramáticamente, en el silencio o en la apelación, en urgencia, a movimientos de contrainvestidura frente a la dilución imaginaria.
Las demarcaciones en urgencia
En 1982, a propósito de esos primeros momentos del encuentro, André Missenard decía : «se produce un borramiento de gran parte de las referencias identificatorias de cada uno, creando, sino un vacío, al menos un estado que puede calificarse en el plano imaginario de “urgencia identificatoria” (…) A la difuminación y a la angustia responde la búsqueda de diversas referencias que eventualmente deben encontrarse : en los otros, cuyo rostro y cuerpo aportan una imagen de sí a la cual se está ligado por la mirada; en el pequeño grupo, cuya totalidad formal se percibe rápidamente, antes de definir sus otros contornos; en lo que con aproximación ha sido llamado “clivajes” entre los participantes, y se definiría mejor hablando de “división” : hombres/mujeres, “psi”/no-“psi”, “conservadores”/progresistas, etc., teniendo estos subgrupos la particularidad de darse por pares, opuestos y simétricos» (pág. 16-17, el destacado es nuestro).
Hemos observado claramente estos fenómenos en nuestros grupos de reflexión. Sin embargo, hemos notado que la totalidad formal del pequeño grupo no se percibe de inmediato, sino que, por el contrario y justamente, precisar los bordes del agrupamiento constituye un primer motivo de interés y de búsqueda.
A la hora indicada de comienzo, los agrupantes van entrando en la sala de reunión y, mientras terminan de ubicarse en las sillas, antes de la enunciación de las consignas, surgen preguntas como « ¿falta alguien ?»; « ¿cerramos la puerta ?»; etc., que, sin llegar a dirigirse directamente al o a los analistas, son evidentemente una interpelación a ellos. Se trata de la búsqueda de lo que llamaremos demarcaciones en urgencia, que apuntan precisamente a circunscribir los bordes del grupo, una representación en ese momento sólo ubicable en la mente de quien/es han anticipado el grupo como objeto.
Lo mismo ocurre cuando, tras la enunciación de las consignas de trabajo, la procura de estas demarcaciones en urgencia se expresa en los pedidos de aclaración de las reglas, de las consignas mismas, o en sus puestas en debate, en los ensayos de re-definición positiva de la tarea que reúne al grupo, en la apelación a conceptualizaciones teóricas del psicoanálisis, etcétera.
En nuestra perspectiva, todas las búsquedas en urgencia, las que apuntan a determinar los bordes del grupo, como las destinadas a la recuperación de los bordes del yo, reconducen necesariamente unas a otras. En ese momento, no podríamos dejar de inferir tras la pregunta « ¿estamos todos ?», otras evidentemente subyacentes a ella: « ¿quiénes somos “todos”?»; « ¿cómo nos hemos/han juntado ?»; « ¿qué deseo, de quién, nos ha reunido ?». Los recursos interpuestos en urgencia para precisar límites, del yo, del grupo, a la vez que se apoyan mutuamente unos en otros, muchas veces son en esos primeros momentos difícilmente diferenciables entre sí: mientras se ofrecen/demandan referencias identificatorias se va definiendo a la vez por esa vía un contenido del grupo que participa en la definición de los límites del continente. Simultánea e inversamente, las ofertas y demandas de referencias demarcatorias de los límites del conjunto, implican la evocación de rasgos, en ese momento aun si toscamente, individualizantes.
Estas manifestaciones, indicios de la actualización de las formaciones correspondientes al narcisismo primario, donde efectivamente yo-grupo no están discriminados, donde ambos coinciden dentro de esos límites que son los que primero importa circunscribir, ilustran el interés más imperioso: determinar justamente un borde, un «adentro» definido por y que define a su vez, un continente, definido por y que define a su vez, un contenido. Son movimientos que apuntan a lograr una objetivación, pero donde no podría precisarse aún el objeto de que se trata.
En los grupos ya conformados, en cambio, existe un juego entre demarcaciones en urgencia e identificaciones en urgencia capaz de producir fenómenos específicos. Por ejemplo, y esto se verifica incluso en los grupos naturales, cuando tiene lugar una puesta en crisis de los límites del grupo por la partida de algún miembro significativo, o de varios miembros en forma simultánea o en un intervalo temporal demasiado corto para la elaboración paulatina de la pérdida, y una angustia de vaciamiento invoca la reconstrucción de los límites, la urgencia demarcatoria parece predominar sobre la identificatoria. Cuando lo que se producen son nuevos ingresos, la urgencia demarcatoria puede encubrirse en la depositación de la urgencia identificatoria en el recién llegado. Entonces, o bien se operan maniobras de exclusión, imposición de «derechos de piso», destinados a la reafirmación de los bordes del grupo contra la amenaza de confusión, o bien se impone una inclusión tan directa, masiva e indiferenciada que deposita brutalmente la confusión en el/los recién llegado/s, depositario/s también así de la urgencia identificatoria que permaneció encubierta en los miembros «antiguos».
5. El conflicto yo/grupo
La grupalidad primaria constituye esa parte de lo común que viene dada. Su actualización en el encuentro con otro/s puede ser o no tolerada, y si lo es, lo es de diferente modo por cada yo implicado en él. La singularidad de cada yo, que se puede indicar en primer lugar por la presencia o la ausencia de esa tolerancia, se especifica luego y sobre todo por los recursos con que cada yo enfrenta ese estado indiferenciado que, como decíamos antes, no lo supone, como no sea en potencia y en anticipación en la mente de otro.
Por lo tanto, el conflicto yo/grupo sólo puede resultar del conflicto narcisismo primario/narcisismo secundario, porque es en ese pasaje donde cada vez el yo se encuentra-inventa al precio de tener que encontrar-inventar en lo sucesivo, cada vez, lo que lo une y lo separa, es decir, lo transicional. El conflicto yo/grupo asegura, por lo tanto, en el vínculo, una parte de la exigencia de trabajo psíquico que produce o desarrolla los procesos de mentalización.
Publicado en la Revista de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo, Vol. 24, no. 2 (Octubre 2001).
Mirta Segoviano
Licenciada en Psicología. Miembro Titular de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo y Profesora Titular de Teoría Psicoanalítica de los Grupos en el Instituto de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares.
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Notas
[1] Por su parte, René Kaës (1993) ha señalado la «afinidad conflictiva» entre psicoanálisis y grupo.
[2] Posteriormente René Kaës ha desarrollado la idea de una especificidad de la realidad psíquica propia del grupo. Cf. el concepto de aparato psíquico grupal (1976, 1993).
[3] Con respecto a la mutualidad en el narcisismo primario, cf. el esclarecedor análisis de P.C. Racamier en su Antœdipe et ses destins, cuando describe la seducción narcisista: «proceso activo, potente, mutuo, que se establece originalmente entre el niño y la madre, en el clima de una fascinación mutua de naturaleza forzosamente narcisista. Subtendiendo esta seducción: una fantasía de unísono, de complesión y de omnipotencia creativa. Una divisa: “juntos al unísono, hacemos el mundo, a cada instante y para siempre”. Después de todo la seducción narcisista no está solamente en la fantasía. Está en la interacción. Pasa por el cuerpo. Sus instrumentos: la mirada y el contacto cutáneo.» (pág.21-22).
[4] Tal perspectiva es coincidente con la que, desde presupuestos diferentes, sostiene José Bleger (1971) cuando describe a la sociabilidad sincrética como el no-yo.
[5] Acordamos en esto con el sentido que P. C. Racamier prefiere dar a narcisismo, que «designa menos la orientación de las investiduras (centrípeta) que su cualidad (justamente, inmóvil).» (op. Cit., pág. 42).
[6] Es evidente que lo que esta puesta en crisis implica para cada yo considerado singularmente, es también singular. Volveremos sobre esto más adelante, al confrontar los puntos de vista de W. R. Bion y de R. Kaës a propósito de la regresión en los grupos.
[7] Cf. sobre este punto el trabajo de M. Bernard (1982) “La estructura de roles como lenguaje y el status de los procesos inconscientes en la terapia grupal”.
[8] Es interesante señalar que, si bien las inferencias de ambos autores parten de la observación de grupos, los grupos que observan no son idénticos. W.R. Bion hace su «experimento», como lo llama, en el sector de adiestramiento de un hospital psiquiátrico militar. Es decir, reúne en pequeños grupos a personas que pertenecen a una misma institución (militar) y que han sido primero puestos juntos en un mismo sector por esa institución. Es evidente que en tales circunstancias encuentra ya realizada y estabilizada buena parte de la puesta-en-común exigida por la formación de un grupo. Los grupos de los que principalmente habla R. Kaës reúnen a desconocidos que han expresado su demanda de participación en un grupo a una institución que la ofrece, y esto es todo lo que «los une» antes del primer encuentro.