¿Por qué Ulises?

A poco más de un año de publicado Acerca de la Felicidad. Del placer al bienestar[1] encuentro hoy la ocasión de volver sobre uno de los capítulos del mismo que denominé “La nave del deseo: ‘La ilusión’…y ‘El complejo de Ulises’. De todos los otros capítulos me he resuelto en volver sobre este en particular dado que la temática de la ilusión y la figura de Ulises plasman de manera poética, plástica y dinámica mucho de lo que he intentado desarrollar a lo largo del libro. Quizás por ello me he sentido inclinado a pensar en términos de complejo. Del latín complectere, significa abrazar, abarcar. Como tal en psicología se refiere a la integración de vivencias o experiencias individuales en una idea de conjunto. Por eso Ulises u Odiseo (que en rigor da nombre a La Odisea), nos remite –de la mano de Homero, ese rapsoda ciego que veía, como suele suceder en la mítica griega, con los ojos de la mente- a la historia de un hombre que debe enfrentar la odisea no sólo de sobrevivir sino al mismo tiempo de vivir. “Poco importa, para nosotros los psicoanalistas, su discutida existencia, o si la Odisea es verdaderamente de su autoría o pertenece a un colectivo mítico.

Lo que aquí interesa, es que esta magnífica obra nos relata, entre otras cosas, los avatares de un hombre que conquista y pelea, pero que al mismo tiempo sufre. Que explora y también huye. Que se deja seducir pero lo hace hasta un límite. Que sueña con la inmortalidad, pero que se aburre de ella. Que en fin, es, a pesar de su intrepidez, de su astucia y sed de conquista, capaz de sostener una relación de amor y compromiso, tanto con su esposa que lo espera y su hijo que lo reclama (luego de diez años de su partida hacia Troya, y otros diez años de su atribulado regreso a Ítaca)”[2]. Ulises de esta manera es en la mítica griega, el más humano de todos los personajes, contándonos lo que nos cuentan todos sus mitos pero en la vivencia de un hombre. Por ello entiendo conveniente atribuir el nombre de “complejo” –por más que en algún punto pueda resultar un tanto fastidioso al lector volver a encontrarse con otro más en la serie conocida de ellos- a una saga que entiendo tiene un valor múltiple según se corra el punto de vista. Hallaremos allí no sólo al hombre Ulises en un épica muy propia de nuestros avatares existenciales, sino también a la de una mujer, su mujer Penélope, que lucha en un ambivalente tejer y destejer la trama de su deseo para dar tiempo de esperanza al regreso de su amado, en un intento de refrenar a sus voraces pretendientes[3]; al del joven Telémaco, su hijo quien se aferra también –en una aspiración nostálgica del orden legal que lo auxilie- a la idea de su llegada luchando con las fuerzas –internas y externas- tentadas a ocupar el lugar del vacío de poder (bien representadas en la anárquica y competitiva horda fraterna de los pretendientes de su madre)[4]. Y al lado de estos tres aspectos del triángulo padre-madre-hijo, encontraremos volviendo a mover nuestro ojo analítico, al entrecruzamiento de múltiples temáticas como la guerra, los celos, la envidia, la fraternidad, el riesgo, la muerte y por sobre todo: el poder.

 

La búsqueda de la felicidad

La Odisea describe de modo condensado en la figura del héroe Ulises, la épica humana como la causa de un deseo que se abre camino a la búsqueda de un algo capaz de dar sentido a la existencia. Y por ello mismo, sin pedirle permiso a Homero me he apropiado por un rato de dicha saga para intentar plasmar una dramática humana –de ribetes fílmicos- en el intento de la búsqueda de la felicidad; término aparentemente un tanto cursi para los serios ámbitos académicos del psicoanálisis. Siempre me ha llamado la atención que los psicoanalistas nos refiriéramos a ella por fuera de los foros de discusión “seria”, como si un manto de represión intentara cubrir un significante del orden del tabú. Pero un significante no cualquiera. Uno del que todos nuestros pacientes de un modo u otro, de modo directo o indirecto, nos hablan permanentemente en cualquier motivo de consulta, siendo muchas veces en suma, uno de los sentimientos más poderosos que lo empujan a ella.

Quizás por su alto componente imaginario que lo hace proclive a eventuales divagaciones hartamente subjetivas es que dicho significante ha resultado refractario como noción digna de una metapsicología psicoanalítica, quedando relegada a la intuición del vulgo, la psicología de revista o en un nivel más pretencioso a interesantes pero escasamente profundos desarrollos de la psicología positiva. Sin embargo, cualquiera puede comprobar que el creador del psicoanálisis no ha dejado de referirse al mismo a lo largo de toda su obra. No le dio un estatuto directo en el Olimpo de las consabidas nociones metapsicológicas, pero lo podemos hallar, sin embargo, en los pliegues de todos ellas. Empero consagró su trascendencia en un texto canónico de su ya avanzada obra: El malestar en la cultura (1930). Texto que originalmente se denominó Das Ungluck in der Kultur, o sea, La infelicidad en la cultura. Un prurito académico obligó a Freud por sugerencia ajena a cambiar el título; ya era mucho con la postulación del psicoanálisis como ciencia que ahora su creador tuviera la osadía de hablarle a la comunidad académica de felicidad.

Pero nada podrá desmentir, más allá de este cambio de encabezamiento al cual Freud se vio empujado, que de lo que se ocupa en dicho trabajo, es en esencia, de poner la lupa del psicoanálisis precisamente sobre la cuestión de la felicidad. “Lo que centralmente le preocupa allí a Freud es aquella pregunta con la que abre las primeras líneas de su trabajo: ‘¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como fin y propósito de la vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar’.[5] Y enseguida nos señala algo a mi juicio clave, fundamentalmente en la dirección de lo que será el presente libro: ‘No es difícil acertar la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados: una meta positiva y otra negativa: por una parte quieren la ausencia de dolor y displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su sentido literal, “dicha” se refiere a lo segundo. En armonía con esta bipartición de las metas la actividad de los seres humanos se despliega siguiendo dos direcciones, según que busque realizar, de manera predominante o a aún exclusiva, una u otra de aquellas […] Es simplemente, como bien se nota, el programa del principio del placer el que fija su fin a la vida’[6].”[7]

 

El motivo de la falta

Entonces Ulises, nos habla en su épica de un motor en el que el psicoanálisis ha asentado todo su edificio: el deseo. El que justamente moviéndose bajo la égida del placer se dirige a los objetos para obtener de ellos satisfacción. Como aquella que le reportó de modo matricial la “experiencia de satisfacción” primera del encuentro con el objeto significativo, la madre o figura tutelar. Por lo que nuestro héroe es ese deseo mismo que se abre camino a una aventura que le deparará sabores y sinsabores, conquistas y derrotas, tal como la historia del deseo, o también jugando con la homofonía castellana, de Odiseo[8], que también como el deseo emprende ese derrotero a partir de una pérdida. Si este, el deseo, tiene lugar es que lo tiene luego de la necesidad de reencontrar aquella experiencia de satisfacción inicial que míticamente impulsará su recuperación. Es así que la leyenda nos cuenta que lo que impulsa la invasión de Troya arrojando a Ulises mar adentro, tiene su raíz en el proyecto de recuperar y vengar a Helena, secuestrada por Alejandro, hijo de Príamo, rey de Troya. “Es decir que desde el motivo de la pérdida, que hace que Ulises parta de Itaca al motivo del reencuentro que es la recuperación del vínculo con su ciudad, su mujer y su hijo, se despliega una fascinante aventura, que configura una épica del vivir de un héroe, que metaforiza lo potencialmente heroico de todos nosotros, donde la causa de la perdida, se torna motivo de lo nuevo” […] “Si bien la cuestión la cuestión de la necesidad de recuperar lo perdido, la llamada falta en psicoanálisis, es lo que motoriza el deseo, también vemos que esa falta no es más que un estímulo (por supuesto que necesario) para descubrir lo nuevo, que no es el mismo objeto sino uno bien distinto. Extraña repetición que mueve a lo diferente. Siempre se hace necesario insistir en recordar que el origen etimológico del término “repetición” refiere a un “re-petitio”, que es un volver a pedir, o si se quiere, un pedir de nuevo. Volver a pedir lo reiteramos, no es entonces, querer lo mismo, sino un anhelo de reencontrar ese estímulo que al sujeto lo sacó propiamente de lo mismo, o sea, que aportó una diferencia”.[9] Cuestión clave a la hora de entender la transferencia de nuestros pacientes y la implicación de la persona del analista en su respuesta a ello más allá y más acá de la interpretación.

 

La felicidad estado y la felicidad estructura

Hasta aquí el paralelismo entre Ulises y el deseo, lo que hace del primero un fenomenal protagonista de la dramática existencial del último. Pero a poco de ahondar en esta dramática podemos dar cuenta de que el deseo no es de por sí lo que explica la experiencia del héroe, como tampoco explica por sí mismo el logro de una experiencia de dicha profunda que nos acerque a una noción de felicidad. Necesitamos dar un paso más; así es que he postulado la tesis que da cuenta de dos modalidades de la dicha: por un lado, la que he denominado “felicidad estado”, aquella que podemos advertir de modo directo y que remite a estados eventuales de descarga placentera asociada a diversas fuentes de estímulos; y por otro, la “felicidad estructura”, aquella que está basamentada en la conjunción de elementos psíquicos que coadyuvan a un efecto de integración, capaz de establecer una sensación estable de dicha más allá de los inevitables infortunios de la vida. Dicha tesis ha constituido un intento metapsicológico de dar cuenta de una noción -la de la felicidad- como hemos señalado, relegada al mundo no académico, vedando así la posibilidad de ahondar seriamente en ella, fundamentalmente a quienes nos compete teórica y clínicamente como psicoanalistas.

Así las cosas, he sugerido la idea que no alcanza ver en el deseo el motor de la vida anímica si no damos cuenta de su constitución o, si se quiere mejor dicho, de la estructura que lo sostiene. La búsqueda de la satisfacción es una dinámica que adquiere su singularidad sólo cuando mentamos el deseo caso por caso. Allí veremos que el mismo se compone de dos elementos claves a la hora de dar cuenta de él: la fuerza y el sentido. Sabemos que la fuerza constituye lo propio más somático de la pulsión mientras que el sentido no lo podemos pensar sin el objeto. Ese que bien señala André Green (1996) como el “revelador de la pulsión” y ese que opera como lo ha señalado Donald Winnicott (1945), presentando el mundo al infans y ayudándole a entretejer con él su propio mundo, o sea, ese que opera la transicionalidad que hace que el mundo pertenezca al orden de lo creado-encontrado.

Ello es lo que vemos representado entonces en Ulises: la fuerza y el sentido. No por nada, el apodo que Homero utiliza para referirse a él es –entre muchos otros- el del “ingenioso” Ulises. En esa astucia vemos la administración del caudal pulsional que lo empuja a la aventura, y en esa administración vemos la estructura que le da soporte al mismo. Por ello he señalado al “bajel” que lo transporta como el símbolo de ese vehículo pulsional; donde “la intuición homérica parece aludir a una de las temáticas nodales centradas en el tema de la nave, sea balsa o bajel, que es la cuestión de la dramática humana del naufragio. Del sentimiento de naufragio existencial y del intento de salvarse de él. Freud lo conceptualizó en su hilflosigkeit, esto es, la “angustia de desamparo inicial” en el ombligo de toda vida humana. “Pero la intuición homérica va más lejos de lo que puede parecer. Ulises es al mismo tiempo lo heroico del ser humano luchando no sólo por sobrevivir a las contrariedades de la vida, sino también por construir al mismo tiempo, un sentido para que esa vivencia no sea un mero respirar. Hay en ello, un concepto de vida o, si se quiere, de existencia humana que trasciende el nivel veterinario y vegetativo”.[10]

 

De la hilflosigkeit a la función lúdica de la mente

Si la clínica del vacío ha ido tomando de modo creciente la necesidad de ser atendida más allá y más acá de los cuadros clásicos de las neurosis en los que solía campear el psicoanálisis, no fue tan solo, como a menudo se arguye, por la emergencia de nuevas patologías sino porque la lente psicoanalítica ha ampliado su poder de captación y comprensión de fenómenos psíquicos que no habían sido del todo atisbados hasta entonces. Entiendo así que la hilflosigkeit freudiana volvió a emerger tras las bambalinas del complejo de castración como nudo del sufrimiento humano, haciéndonos entender que antes de preguntarnos qué es lo que sucede entre los objetos, deberíamos dar cuenta de cómo ellos han tenido lugar. De cómo se ha operado la construcción de ellos, desde el pasaje indiscriminado inicial a la noción “objetiva” de la realidad; eso que Winnicott señaló en Realidad y Juego (1972) en relación al objeto transicional como el camino que va de la subjetividad pura a la objetividad nunca del todo constituida. Y es en ese sentido que el foco entonces lo dirigimos a la noción de transicionalidad (1948), donde advertimos al menos tres factores claves de ese recorrido: la caída de la omnipotencia, la experiencia de la ilusión y la salida de la misma –a través de la des-ilusión no traumática- reformulándose en el juego creativo, eso que he dado en llamar: función lúdica de la mente[11]. De ello dependerá que el mentado deseo se constituya en un motor salutífero de búsqueda y encuentro creativo, donde lo importante se juega en la idea de lazo o vínculo, o por lo contrario, en un movimiento mortífero y recursivo alrededor de un vacío que no ha tenido puentes que eviten la inevitable caída en él. Cuestión que explica la inagotable fuente de objetos adictivos –Bowlby (1977) hubiera dicho de “apego”- que pretenden taponarlo bajo una patológica ilusión que intenta restituir la omnipotencia perdida; dinámica que hace tiempo conceptualicé en la noción de objeto mortífero[12] por clara oposición a la del objeto transicional.

Y la épica de Ulises mucho nos dice de esto. Pero tomaré a los fines didácticos de nuestra investigación tan solo dos episodios –de los tantos vividos por nuestro héroe- que entiendo mejor refieren lo que intento señalar: “Uno, es aquel en que para no sucumbir al hipnótico cántico de sirenas –sabiendo que tras ello sobrevendría la muerte- ordena a sus marinos ser atado al mástil de su bajel. Nos dice Ulises, entre tantas lecturas posibles de este episodio, que el hombre debe trascender en muchas ocasiones, el poder cegador que la tentación del placer inmediato puede llegar a tener, camuflado en los ropajes de la seducción”[13]. Aquí subrayamos la noción de límite, la que freudianamente en este episodio podemos reconducir a lo que Freud denominó como “juicio de autocondenación”. Ella opera conduciendo la fuerza del deseo sin apelar a su desmentida. Ulises no busca negar su condición de hombre que desea, que se apasiona ante los encantos –aquí, eventualmente femeninos- que la vida le ofrece, pero sabe (Homero se lo hace decir a los dioses) que debe diferir el impulso de la inmediatez de su descarga, valga decir, el placer inmediato, si es que quiere seguir su camino. La enseñanza homérica pareciera indicarnos que el sujeto de la exploración, de la conquista y el deseo amoroso, debe organizar sus pasiones en torno a un “dispositivo de seguridad” que permita vehiculizarlos, al tiempo que pueda ejercer el adverbio “no” como elemento de preservación. He aquí lo positivo de lo negativo, los efectos tróficos y estructurantes del “trabajo de lo negativo” (Green 1986) al servicio de Eros. El otro episodio de nuestro héroe –posterior al primero en La Odisea- es el que reformula la experiencia de auto-límite (no tanto “auto”, dado que Ulises debe apelar a sus marinos para que lo aten; lo que nos alerta sobre la dimensión social de la noción de límite, anticipando la trascendencia psicológica en el ser humano de la idea de Ley) ante una situación similar, pero con un ingrediente más: el anhelo de libertad junto a la aceptación de la finitud. Se trata de aquel -¿acaso otra versión del canto de sirenas?)- en el que Ulises logra salir de la isla en que la bella Calipso lo retiene, a pesar del seductor “combo” ofrecido de placer e inmortalidad a condición de permanecer con ella; y lo logra por el tesón de sobreponerse ante el conflicto en que tamaña oferta lo sume. A la tentación del paraíso eterno y la mortalidad que ella le ofrece, se le opone la nostalgia de sus afectos, las referencias identificatorias de aquellos, y las apetencias bien humanas…pero en escala humana”[14]. Por lo que luego se quejará la diosa ante Zeus que complace el deseo de Ulises de zarpar:

“y así también me tenéis envidia, ¡o dioses!, porque está conmigo un hombre mortal; a quien salvé cuando bogaba solo y montado en una quilla, después que Zeus le hendió la nave, en medio del vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Allí acabaron la vida sus fuertes compañeros; más a él trajéronlo el viento y el oleaje. Y le acogí amigablemente, le mantuve y díjele a menudo que le haría inmortal y libre de la vejez por siempre jamás”[15].

 

Vemos así cómo el tema de la nave a esta altura de la odisea que vive nuestro héroe, se vuelve central. La diosa, por orden de Zeus proveerá a Ulises los materiales para que pueda construir su bajel para zarpar de allí desembocando en la isla de los feacios donde luego de narrar sus peripecias desde el retorno de Troya –“el encuentro con los lotófagos, los cíclopes, las sirenas, la bajada a los infiernos, las vacas del sol, Circe, el estrecho de Escila y Caribdis, la isla de Calipso”[16]– y al mismo tiempo resistir a los encantos de la bella Nausícaa, emprenderá su regreso final a su querida Itaca. “El ingrediente que se agrega en esta experiencia, es el de la libertad, pero al precio de la aceptación de la muerte, no sólo en términos de finitud sino también del inevitable deterioro, junto al riesgo de vida a cambio de la aventura. O sea vemos a Ulises hastiado de “bienestar” aburrido de eternidad, o si se quiere, de “eterno bienestar”. Lo vemos anhelando una dicha, bien mortal, pero sujeta a su propio deseo y no al del otro (eventualmente en este caso, al de Calipso), aun al precio de saber que antes de su finitud sobrevendrá el deterioro y los infortunios tan propios de los mortales; incluso quizás y eventualmente, pudiendo ello acontecer antes de lograr su objetivo, en el mismo intento de ser libre para hacer su destino.

 

De la capacidad para estar a solas

Como vemos, la épica de Ulises es la épica de ese náufrago que en parte somos todos. “O sea, si en el fondo de todo ser humano hay un náufrago, lo hay en el sentido de su vulnerabilidad psicosomática toda; y para neutralizarla o, si se quiere, al menos arrostrarla, ese ser humano deberá luchar e implementar todo tipo de artilugios, sean ellos conscientes o inconscientes; de la creatividad de ellos dependerán sus condiciones de existencia, en términos de calidad de vida. Pero ese náufrago no está solo, como no lo estaba del todo Ulises; es asistido –como lo venimos reiterando- por un ambiente (representado en el desarrollo humano esencialmente por la madre o figura que sustenta esa función, y el entorno que a su vez la sostiene a ella y que irá gradualmente a tener mayor y fundamental protagonismo) que lo apuntala y facilita su salida del naufragio, o mejor dicho, en que cree y siente –con sobrados motivos las más de las veces- estar. En Ulises esa función ambiental está metaforizada, como dijimos, por la nave e incluso al mismo tiempo por Calipso misma que queriéndolo disuadir de su intento, aún así lo libera; figura maternal que vuelve a emerger en el entorno divinal olímpico bajo el auspicio de Palas Atenea quien lo respalda y quien a su vez está bajo la égida del padre Zeus”[17]. Es imposible no atisbar la trascendencia que tiene desde este punto de vista aquello que Winnicott (1958) denominó como la capacidad para estar a solas “en presencia de alguien”.[18] Según dicho autor el ser humano explicita el logro de una adecuada integración psíquica cuando ha podido internalizar el ambiente sostenedor con su holding y handling que le permiten disfrutar de la experiencia de soledad en el fondo de una vivencia de sentirse al mismo tiempo acompañado.[19]

Como es posible observar, la figura femenina aparece en toda esta fantasmática en su doble versión: la que seduce e intenta engolfar y la que protege y libera. En este sentido podemos atisbar en Ulises el juego de fuerzas -entre el empuje, la tentación y la prudencia- del ser humano que debate en una ambivalencia fundamental: la de avanzar exogámicamente propulsado hacia la aventura del vivir y la de aferrarse al mismo tiempo la de aferrarse endogámicamente al “confort” de la seguridad (recordemos la relación entro lo placentero y lo plano que la etimología del término placer nos indica). Si ello es así estaríamos habilitado a pronunciarnos por un deseo exogámico que partiendo de la falta se ve arrojado al mundo del descubrimiento y lo nuevo; y por otro lado, por un deseo endogámico cuyo goce gira en torno a desmentir dicha falta recubriéndola de todo tipo de gozoso poder imaginario. Bien parece ser en tal sentido, que la condición de posibilidad de la tendencia exogámica bien alude a una noción de sostén y transicionalidad a la postre internalizada que asegure la posibilidad de jugar y aventurar creativamente. Transicionalidad en términos de un marco interior -a la manera de la estructura encuadrante del yo postulada por Green (1996)- que asegura el camino, a salvo de vivencias demasiado aterradoras de quedar arrojado a una suerte de abismo existencial (léase naufragio) o lo que es lo mismo, de su reverso, la de quedar apresado en una perpetua seguridad a prueba de cambio.

Y como se puede advertir, es esa transicionalidad que habilita la odisea de vivir –como lo hace Ulises- la vía que da lugar a la terceridad, o sea, al pasaje del vivir indiscriminadamente al existir como individuo con otros. Por ello finalmente, hay en Ulises también un Edipo. La astucia -evocada reiteradamente por Homero- que se le atribuye a Ulises es la que combina su intrepidez con la mesura del hombre que anhela la conquista pero acepta su límite (léase “castración”) precisamente en su condición de hombre. Atributos estos que lo previenen del goce de la seducción discriminado del amor basado en el vínculo; tanto en el lazo que lo une a su amada Penélope como a su entrañable hijo, Telémaco. Vemos aquí a padre e hijo ligados por una misma vocación de encuentro. Telémaco parte de su hogar asediado por inescrupulosos pretendientes de la madre -que quieren ocupar el lugar de Ulises- en busca del mismo hasta reencontralo. El padre que acude a su rescate y al reencuentro con su mujer volviendo a establecer la “ley y el orden”.

Si hay en un Ulises, o quizás mejor dicho en su odisea, un Edipo ya no lo es desde el desencuentro sino en un anhelo de encuentro. En un deseo del hijo y un deseo del padre. Me parece que ello hace mucho más honor a la expresión freudiana de la “nostalgia por el padre”, No es que no atisbemos esto en el complejo de Edipo freudiano, pero parece perderse o diluirse en el protagonismo de los elementos del parricidio, el filicidio y el incesto[20]. En tal sentido creo que postular un complejo de Ulises, es subrayar la trascendencia en el ser humano de todo aquello que abona la transición creativa hacia la vida y la fe en el lazo objetal y su responsabilidad por él como camino de re-encuentro en el marco de la aceptación de la castración y la finitud

Lic. Daniel Omar Antar
Analista titular en función didáctica de APA; Profesor y supervisor clínico de “Fundación Buenos Aires”; Miembro del departamento de Niñez y Adolescencia de APA. Director de la Sociedad Argentina de Cine y Psicoanálisis; Autor de los libros Dialogando con Ana Frank. Acerca de la adolescencia, Ed. Milá, Buenos Aires, 2013 y, Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar, Letra Viva, Buenos Aires, 2020.
danielomar.antar@gmail.com

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Bibliografía

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Resumen

El presente artículo intenta señalar aspectos que hacen a una noción trascendente en la teoría y la clínica psicoanalítica pero – quizás por cierto prurito académico tras el que subyacen fuertes resistencias inconscientes – hasta aquí muy pobremente abordada; se trata de la cuestión de la felicidad. Dicha temática gira en torno a la tesis central que el autor postula como dos niveles complementarios pero bien diferenciados: la idea de una felicidad estado y una felicidad estructura. La primera se refiere a los estados evanescentes de placer que remiten a la descarga pulsional, en tanto que la segunda conlleva la implicación de procesos de transformación mental anclados en la estructuración psíquica temprana que determinan efectos de integración psíquica. Así, se hace fuerte hincapié en la trascendencia del establecimiento de la función lúdica de la mente, base de una lazo creativo con la realidad y el establecimiento sólido de la alteridad, como sedimento estructural dinámico derivado de una adecuada transicionalidad (Winnicott,1949).

Para dar cuenta de ello se apela a la épica homérica de Ulises, donde el autor encuentra un modelo dinámico de la complejidad de los avatares existenciales del ser humano que apostando a la aventura de vivir -oscilando entre el vértigo del potencial naufragio y el hallazgo del sentido- debe superar los fantasmas de la omnipotencia sin por ello renunciar a la realización del deseo. Este último, vuelve a ser de este modo re-conceptualizado como perteneciente a un montaje anclado en la dialéctica de la fuerza y el sentido (Green, 1996) tributario del diálogo transicional pulsión-objeto, donde la experiencia de ilusión -como la nave de Ulises- cobra un valor central, haciendo que dicho deseo sea una estructura que se oriente en un caso o en otro hacia la repetición mortífera o hacia la búsqueda de lo diferente; allí, en este último caso, donde la satisfacción trasciende el corto-circuito del placer para articularse al tiempo diferido del vínculo afectivo proveedor de sentido.

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Résumé

Le présent article tente de mettre en évidence les aspects d’une notion transcendantale dans la théorie et la pratique psychanalytiques, mais -peut-être en raison d’un certain prurit académique sous-jacent à de fortes résistances inconscientes- jusqu’à présent très peu abordée ; il s’agit de la question du bonheur. Ce thème tourne autour de la thèse centrale que l’auteur postule comme deux niveaux complémentaires mais distincts : l’idée d’un état de bonheur et d’une structure de bonheur. Le premier fait référence à des états de plaisir évanescents qui renvoient à la décharge pulsionnelle, tandis que le second implique des processus de transformation mentale ancrés dans la structuration psychique précoce qui déterminent les effets d’intégration psychique. Ainsi, un fort accent est mis sur la transcendance de l’établissement de la fonction ludique de l’esprit, base d’un lien créatif avec la réalité et de l’établissement solide de l’altérité, en tant que sédiment structurel dynamique dérivé d’une transicionalité adéquate (Winnicott, 1949).

Pour en rendre compte, il fait appel à l’épopée homérique d’Ulysse, où l’auteur trouve un modèle dynamique de la complexité des vicissitudes existentielles de l’être humain qui, pariant sur l’aventure de vivre – oscillant entre le vertige du naufrage potentiel et la recherche du sens – doit surmonter les fantômes de la toute-puissance sans renoncer à la réalisation du désir. Ce dernier est ainsi reconceptualisé comme appartenant à un montage ancré dans la dialectique de la force et du sens (Green, 1996), tributaire du dialogue transitionnel entre pulsion et objet, où l’expérience de l’illusion – comme le navire d’Ulysse – prend une valeur centrale, faisant de ce désir une structure orientée dans un cas ou dans l’autre vers la répétition mortifère ou vers la recherche du différent ; Là, dans ce dernier cas, où la satisfaction transcende le court-circuit du plaisir pour s’articuler au temps différé du lien affectif porteur de sens.

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Abstract

The present article attempts to point out aspects of a transcendental notion in psychoanalytic theory and clinic, but -perhaps due to a certain academic prurience underlying strong unconscious resistances- until now very poorly approached; it is the question of happiness. This theme revolves around the central thesis that the author postulates as two complementary but well differentiated levels: the idea of a happiness state and a happiness structure. The former refers to evanescent states of pleasure that refer to drive discharge, while the latter involves mental transformation processes anchored in early psychic structuring that determine psychic integration effects. Thus, strong emphasis is placed on the transcendence of the establishment of the playful function of the mind, the basis of a creative bond with reality and the solid establishment of otherness, as a dynamic structural sediment derived from an adequate transitionality (Winnicott, 1949).

To account for this, he appeals to the Homeric epic of Ulysses, where the author finds a dynamic model of the complexity of the existential vicissitudes of the human being who, betting on the adventure of living – oscillating between the vertigo of the potential shipwreck and the finding of meaning – must overcome the phantoms of omnipotence without renouncing the realization of desire. The latter is thus re-conceptualized as belonging to a montage anchored in the dialectic of force and meaning (Green, 1996), tributary of the transitional dialogue between drive-object, where the experience of illusion – like Ulysses’ ship – takes on a central value, making this desire a structure that is oriented in one case or another towards deadly repetition or towards the search for the different; there, in the latter case, where satisfaction transcends the short-circuit of pleasure to articulate itself to the deferred time of the affective bond that provides meaning.

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Notas:

[1]Daniel O. Antar, Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar, Letra Viva, Buenos Aires, 2020

[2] Ibid., pág. 64

[3] Resulta sumamente interesante señalar algo pocas veces tenido en cuenta: Penélope resuelve ganar tiempo –en la espera de Ulises- tejiendo durante el día y destejiendo durante la noche el, sudario destinado al padre de Ulises, el rey Laertes; para cuya terminación debía dar respuesta a alguno de los que pretendían ocupar junto a ella el lugar de Ulises. Con esto retorna por distintas vías, la subrayada importancia que Freud atribuyó a la “nostalgia por el padre”, un poderoso elemento afectivo de efectos trascendentes en la producción cultural y sostenimiento del orden legal.

[4]A propósito, con alegría me he encontrado –luego de dar cuenta del presente complejo-, con un valioso aporte de Másimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco, el cual vino a complementar y enriquecer muchas de mis ideas.

[5] Freud, S., “El malestar en la cultura” (1930), O.C., Tomo XXI, Amorrortu Editores, Bs. As., 1996, pág. 85.

[6]Ibíd. Las cursivas y negritas son mías.

[7] Daniel O. Antar, Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar, Op. Cit., pág. 16. Las negritas son mías.

[8]La relación entre el deseo y el nombre de Ulises, en rigor “Odiseo”, no nos resuena tan solo en su casual homofonía, sino que deja ver al mismo tiempo, un interesante valor significante en su entrelazamiento etimológico. Bordelois nos dice en Etimología de las pasiones que el término deseo, evoca “sidus” que es estrella y “de-sidere”, el que deja de ver su camino en las estrellas, donde “el el deseo aparece como una forma de errancia o de carencia que delata la vulnerabilidad del deseante”; mientras que en el nombre de Odiseo encontramos la raíz indoeuropea *od- que luego encontramos en el latín “odium”, significando entonces “hijo del odio”. Ulises entonces bien puede ser en dicho entrelazamiento el hombre errante que navega orientado por las estrellas –como bien lo hacían en la antigüedad los navegantes- sobre su deseo –propulsado por la ilusión en su anhelo de salvación y satisfacción al mismo tiempo- y el odioso riesgo de naufragio y muerte que este implica. ¿Metáfora quizás del ser humano que debe surcar las turbulentas aguas que se abaten entre la omnipotencia mágica y la realidad, buscando un sentido que las vincule?

[9] Daniel O. Antar, Acerca de la felicidad. De placer al bienestar, Op. Cit., pág. 67.

[10] Ibíd., pág. 66.

[11] Ibíd.

[12]Daniel O. Antar, En la trastienda de la desmentida: el objeto mortífero., Trabajo presentado en XXVIII Congreso Interno y XXVIII Simposium de la APA, 2000.

[13]Daniel O. Antar, Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar, Op. Cit., pág. 64.

[14] Ibíd., págs., 64 y 65.

[15]Homero, La Odisea, Editorial Alba, Buenos Aires, 1998, pág. 94.

[16] Ibíd., pág. 15.

[17] Daniel O. Antar, Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar, Op. Cit., pág. 68.

[18]Nos dice Winnicott: “Si bien la capacidad para estar a solo es fruto de diversos tipos de experiencias, sólo una de ellas es fundamental, sólo hay una que, de no darse en grado suficiente, impide el desarrollo de dicha capacidad: se trata de la experiencia, vivida en la infancia y la niñez, de estar sólo en presencia de la madre. Así pues la capacidad para estar solo se basa en una paradoja: estar a solas cuando otra persona se halla presente”. Proceso de maduración en el niño, Ed. Laia, Barcelona, 1975, pág. 33.

[19] En mi libro Acerca de la felicidad. Del placer al bienestar he subrayado esto particularmente, haciendo notar que la experiencia de estar contento remite justamente desde la misma etimología a la idea de contención. Al mismo tiempo y en la misma línea también he sugerido la idea de que el logro de la capacidad para estar a solas implica la adecuada integración del doble placentario, aludiendo a la idea sugerida por Francois Doltó (1982) de que luego del nacimiento el sujeto en su progresiva integración psíquica debe recuperar un narcisismo de base vinculado a la estadía en el útero -acompañado de la placenta como doble de fetal- que lo salva de la soledad aterradora. Y por ello mismo, he señalado la interesante etimología del término placer remitiendo en su raíz indoeuropea *plak, a lo plano; siendo que los romanos aludían con el término placenta al pastel plano y dulce, ese que en cada natalicio nunca debe faltar. Interesante fantasma universal, este el de la torta o pastel, con el que conmemoramos nuestra llegada al mundo.

[20]Por ello creo que en el complejo de Edipo, tal como se lo ha abordado hasta aquí, el enfoque se concentra en la arista endogámica del ser humano, y con ello su culpa y su necesidad de castigo, en desmedro de las fuerzas que al mismo tiempo lo propulsan hacia el lazo y el sentido, cuyos efectos mueven al aporte creador y la preocupación por la alteridad.