Los perversos morales necesitan establecer un vínculo de dominio sobre una o varias personas, y se sirven de ella (de ellas); con estos fines, utilizan distintas maniobras. Suelen ocultar sus propósitos y sus dificultades; al contrario se presentan como seres superiores que alimentan su omnipotencia con las carencias de auto-estima de su víctima. Los perversos utilizan una retórica propia, el cinismo, por medio de la cual denigran la belleza del mundo y de los actos humanos. Se basan en un pensamiento particular con el que exponen argumentos que justifican las conductas de manipulación. Ello conduce a perplejidad, parálisis, devoción, en sus víctimas, que se entregan así fácilmente a ellos.[1]

En principio no buscan sino objetivos psíquicos, pero mecanismos semejantes pueden servir a fines financieros: así es como el estafador engaña para despojar a otros en su favor. También la conducta perversa acompaña la seducción de numerosos perversos sexuales, tal es el caso del pedófilo. El asedio, el acoso evoluciona allí en depredación.

Este trabajo retoma una parte del capítulo 3 de mi libro Nouveaux portraits du pervers moral (Dunod, 2005)que se intitula “L’escroc ou la quête d’amour au-delà de la blessure filiale” (“El estafador o la búsqueda de amor más allá de la herida filial”). Me parece interesante exponer estas ideas sobre la familia del estafador, que se aplican a otros casos de perversión moral y ofrecen perspectivas terapéuticas. Pero los mecanismos dinámicos que les propongo aquí no son los únicos, son por sobre todo conclusiones nuevas acerca de la historia y la prehistoria familiar en estos individuos, marcadas por el desamor y el desarraigo; tengo ansias en conocer vuestros puntos de vista a este respecto.

Creo que se encontrarán igualmente puntos comunes con la patogenia de ciertos delincuentes. Ello no debe extrañarnos ya que estos últimos utilizan mecanismos perversos, el perverso y el psicópata tienen un fondo común; en todos los casos esquivan la ley, aun cuando la diferencia entre ambos puede y merece ser establecida. Se observa, por ejemplo, que los perversos son refinados mientras que los psicópatas se muestran brutales. Ello en general, aunque un violador anhela que la mujer se sienta humillada y desarmada ante su violencia: ello le brinda un goce intenso acompañado de sentimento de triunfo. Aquí encontramos la nota perversa moral.

 

Impostura en la filiación

En la relación entre el estafador y su víctima, la interacción se coloca frecuentemente bajo el signo de la clandestinidad. En la víctima, se manifiesta un amor que lleva a una confianza «ciega». Ello tiene relación con los antecedentes frecuentes de heridas de filiación en los estafadores. Fueron niños abandonados, fruto de un amor infeliz, ilegítimo, o de una violación; niños maltratados, olvidados, marginalizados, en todos los casos privados de amor y de presencia parental. Como han conocido a menudo la miseria, una vez que disponen de sumas importantes de dinero, lo derrochan «imitando a los ricos» y comprándose objetos ostentatorios, «signos exteriores de riqueza», ya que para ellos «¡Un rico gasta sin contar!» A veces, el producto de la estafa abastece otras inclinaciones, como el juego patológico. Se lo sabe, éste puede tragar sumas fabulosas. El significado inconsciente del juego recuerda el de la estafa: un deseo de contralor sobre las leyes de la incertidumbre. Ahora bien ¿no resulta ya una gran casualidad lo que nos hace nacer en una familia determinada, la nuestra, y ser el descendiente de sus dos ramas genealógicas?

En la historia del estafador, la ley, tanto escrita como aquella que emana de los preceptos de una cultura familiar singular, les hizo una «mala jugada». Se sienten como los testigos vivos de la ilegalidad. O son los supervivientes de un drama que habría podido conducir a su desaparición prematura. Testigos o supervivientes, la ley no les da miedo; y se inventan una, si hace falta. En su impostura, se vanaglorian de pertenecer a filiaciones nobiliarias o burguesas, a ambientes en donde todo parece permitido; ello inspira confianza a terceros, pues la identidad prestada se asocia a una filiación superior. Cuando un estafador desvía una ley en su favor, parece reescribir la historia de su filiación en un comportamiento en donde se siente como autorizado a engañar.

¿Entonces por qué no se dedica al robo? Aquí se observa otra “necesidad”, la de apropiarse de otro, de volverlo cómplice, de despertar en él el deseo de trampear. El estafador actúa en perverso así; intenta corromper. Dubec (1996, p. 90) dice del verdadero estafador que busca, por la confianza que intenta inspirar, un amor pleno de admiración para su habilidad, su cultura y sus conocimientos. Es decir, desea asegurarse que es digno de amor. Como forma de intercambio, permite a su víctima evadirse hacia otros mundos o incluso imaginarse ser alguien distinto. Una vez «recibida la declaración de amor», el estafador despliega la serie de actos del abuso, bajo el designio de la venganza. La credulidad de la víctima evoca así la de la persona cercana que creyó pretéritamente en el amor, en aquella época en que el estafador fue concebido, o alguno de sus antepasados. En resumidas cuentas, el estafador estima que amar es un señuelo, aunque tenga en el fondo una determinada nostalgia hacia el amor que no conoció. Quizá, para él, el amor es una devoción más que un sentimiento que nace de un compartir. No puede no obstante construir otra cosa que una configuración narcisista. ¿Es un minusválido del sentimiento que se agarra de lo que imagina ser un sentimiento? Sabe también que gustar vuelve a la gente muy flexible y hasta servil. Su teoría es que el amor es una impostura y un medio ideal con el fin de hacer creer en sus falsas identidades y sus poderes inexistentes.

Pero sucede que el estafador «se hace engañar» a su vez, a menudo, por una relación sentimental la cual le conduce a tomar riesgos; éstos lo llevarán a su pérdida; estos riesgos son tanto más inexplicables cuanto que es extremadamente precavido. En la obra Le Libertin, de Eric-Emmanuel Schmidt, el personaje de Diderot, aún cuando es alguien muy alerta sobre la cuestión de la impostura, se deja engañar por su amante, la que le hace robar todos sus cuadros mientras que él la corteja.

La estafa aparece en consecuencia como una venganza donde se mezclan el deseo de reparación y la confirmación de la acción traumática que condujo anteriormente al maltrato. El estafador sabe cambiar fácilmente de identidad, pero a veces fue la víctima de un error de identidad. Sabe confusamente quién es.

Se asocian otras dos características: el mimetismo, es decir, la imitación fácil y total de otro, y la agilidad en sus gestos y movimientos. Sabe quizá mejor que nadie cuándo es necesario modificar su posición y su estrategia. Como es habitual en el mitómano, sus conductas de liberación se asemejan a una fuga (A. Eiguer, 1997), la cual sería facilitada también por su gran movilidad. El funcionamiento del estafador no parece ser obstaculizado por la «inercia». ¿Se debe a la falta de vínculos, de raíces familiares? Contrariamente a la mayoría de entre nosotros que tenemos raíces que confirman y consolidan nuestra identidad, pero que seríamos más propensos a aferrarnos de lo que poseemos, y que en definitiva nos movemos menos.

 

Una novela familiar en negativo

Notamos también que el impostor y el ladrón no llegan a inscribirse en una fantasía de novela familiar, como aquella que imagina el niño neurótico o normal. Según su novela familiar, este niño piensa haber sido concebido por el amante de su madre, un hombre prestigioso. En otra versión, cree haber sido adoptado, “robado” por padres estériles. Es un sentimiento por el cual se puede sentir orgulloso, que ocupa sus pensamientos y que lo reconforta frente a las decepciones que la imagen de sus padres pudieron causar en él. Se refugia asíde la mirada ajena. El niño o el adolescente pueden también imaginar vivir en otro país, realizar proezas, acciones humanitarias o salvadoras, integrar una banda, suscitar la admiración por su valor o su inteligencia, ser alguien distinto, etc. Y ya mayor y cuando conocerá el amor y sus sinsabores, puede imaginar que es solicitado por partenaires que en realidad lo rechazan. Ella o él vendrán a pedirle perdón de haberlo ignorado o dejado. En sus ensueños, conocerá la gloria, se imaginará ser popular, deslumbrar en las pantallas de la televisión. Su imaginación no tiene límites si no tan sólo las de la realidad, que son conocidas, a pesar de todo, y totalmente identificadas por el sujeto.

En estas construcciones imaginarias y en la novela familiar, hay semejanzas: en la construcción de la novela familiar, se puede creer y dudar al mismo tiempo. A veces si pensó que fue adoptado o producto de un amor ilegítimo, se dedicó, como un detective, a investigaciones, leyó cartas, se lanzó incluso a actos judiciales, estudió sus características físicas comparándolas con las de sus padres.

Volvamos a hablar ahora del impostor y el ladrón. Mi hipótesis es la siguiente: en la medida en que no llegan a llenar su imaginación en el sentido de la creación de una novela familiar, actúan una de las dos alternativas de ésta. Es decir, en la medida en que el impostor no puede imaginar a su padre poseer una identidad distinta de la que tiene en la realidad, hace creer a su víctima que él mismo tiene otra identidad. Del mismo modo, el ladrón roba porque no logra fantasear que habría podido ser un niño robado. En su diversidad, las situaciones son obviamente más complejas. Pero para cada caso, el acto substituye a una ausencia de representación (forclusión, rechazo). Cuando hay estafa, las dos dimensiones de la impostura y el robo se asocian. Si estos individuos no llegan a crearse una novela familiar, es porque su vida familiar estuvo extremadamente trastornada por privaciones materiales y psíquicas, y que fueron realmente el producto de una filiación alterada por ilegitimidad ocultada o por abandono mantenido secretos.

¡Para poder imaginarnos tener otros genitores, debemos tener la garantía que nuestros padres sean nuestros padres biológicos!

Llegado a este punto debemos admitir que nos encontramos ante una antinomia. Mientras que nació en una familia donde sus padres biológicos lo criaron, el futuro neurótico va en busca de otros genitores, y termina inventándoselos. El impostor, en cambio, que vivió privaciones emocionales e incertidumbres relativas a la identidad, de la de uno de sus padres o de ambos, no puede imaginarse nada mejor de lo que conoce. Entonces miente con respecto de su identidad y sus orígenes. Lleva a otros a creer en esta identidad ficticia.

La fiabilidad de sus padres resulta obviamente insuficiente. Esta incertidumbre lo atormenta desde sus comienzos. Tendría miedo de perder el objeto maternal y sufre de no haber construido nunca con él una ilusión compartida.

Apenados por el futuro de un niño concebido en condiciones inusuales, su madre o su padre no supieron o no pudieron hacerles vivir la primera ilusión, esta impresión de encantamiento consustancial al lactante normal, en donde cada cosa parece fácil y exaltada. Bajo el efecto de la ilusión, el lactante tiene habitualmente el sentimiento que puede obtener de su madre todo lo que quiere; sus deseos transforman la realidad.

Más tarde esta ilusión deja lugar a la desilusión, pero la primera experiencia permite servirse del fantasma, crear, imaginar. En paralelo, la madre y el padre suelen estar subyugados por su pequeño retoño. Son felices y orgullosos; lo viven como un niño excepcional y pueden proyectar sobre él su narcisismo propio.

Ya que esta primera ilusión le fue inaccesible, el mentiroso patológico tiene que crear historias engañosas porque no logra fantasear suficente y adecuadamente. La madre y el padre, por su parte, no se autorizaron a creer en él: creer que es un niño maravilloso, creer que sería un día el portador de sus ideales y que realizará sus aspiraciones. Este encuentro fallido fue favorecido por la transmisión de los desordenes generacionales, que se refieren de ordinario a heridas de filiación.

La duda sobre la identidad de su padre y su madre no puede formularse por las mismas razones que la dificultad de poder fantasear. Como no puede compartir la ficción, lo que habría conseguido la consolidación del sentido de la realidad así como la expansión de la imaginación, lo ficticio retorna con fuerza en forma de mentira.

Resumamos los distintos mecanismos en actividad.

1. Privaciones emocionales durante la infancia. Posible exclusión del hogar parental. Ausencia de ilusión padre/madre/niño primitiva.

2. Secretos y mentiras con respecto a la identidad de uno de los padres (o los dos). Filiación de la que se tiene vergüenza, en la generación que precede o más allá (transgeneracional).

3. Al lado, se brinda amplio reconocimiento a otros niños (hermanos y hermanas; niños biológicos de los adultos a quienes se ha confiado la crianza).

El individuo se siente tratado injustamente; ello refuerza en él el sentimiento de envidia.

 

La ley… del más astuto

Se puede objetarme que en el enfoque de la psicopatología del estafador hice hincapié exclusivamente en la ilusión y la mentira de filiación mientras que, esencialmente, el estafador desafía la ley. El estafador la ridiculiza sin vergüenza, ciertamente, para utilizarla en su favor y desviarla de sus objetivos: creación de empresas ficticias, compromiso de funcionarios, etc. Quiere confirmar su teoría de un mundo controlado solamente en función de una corrupción generalizada. Además es necesario odiar profundamente el humano para despojarlo. Recordemos que algunas víctimas se mueren de dolor y vergüenza. Al mismo tiempo que sus economías, perdieron el honor. El estafador así habría realizado su anhelo de vaciar las vísceras del objeto odiado.

Su megalomanía le condujo, además de querer imponerse y suscitar la veneración, a crear una tela de relaciones donde puede “contener” a los grandes de este mundo. Tal como ocurre con otros perversos, se acerca al padre, no por respeto de la ley de la que éste es el portador, pero para desviarlo y hacer de su padre un aliado, o incluso un supeditado. La filiación, que transmite los principios del surperyó, designa lo que se admite o proscribe. Es la afirmación, por las diferencias de las generaciones y sexos que instituye, de la prohibición del incesto. Del momento en que hay impostura relativa a las figuras parentales, el niño no siente a sus padres portadores de la ley. A este respecto, no le parecen fiables.

Annette Fréjaville (1985) contribuyó magníficamente a este debate con su artículo «El incesto… ¿con quién?» «Complejos de edipo y de castración patituertos se desarrollan en cuanto hay incertidumbre en los niños acerca de la identidad del padre y la madre y que estos últimos no los definen claramente como su niño.” Esta analista dice esencialmente que para poder amar al padre del otro sexo, imaginar eliminar al del mismo sexo, y a continuación aceptar las prohibiciones del incesto y del asesinato, es necesario saber de antemano quién es su padre y su madre, «creer en una relación, en una filiación, cualquiera que fuera». Esta creencia, añade, depende de lo que los padres o el ambiente crean, o hacen creer (p. 70). Si no se siente pertenecer a un vínculo con cada uno ellos, toda la energía psíquica se agota en la búsqueda de los signos filiativos básicos. «Cuando ningún padre ocupa el lugar de tercero, no juega este papel de iniciador o interdicteur, el niño se encuentra en contacto directo con la sociedad a la cual pertenece, enfrentado sin mediador a sus representantes. Propenso como es a provocar a estos últimos o a sometérseles, encuentra [en su camino] de buen grado a «las fuerzas del orden» o se compromete en una estructura oficial: armada, y también SNCF [ferrocarriles estatales], PTT [correos]. Estos niños «sin padres» atenúan así la ausencia paternal, solucionan por allí esta necesidad fundamental de pertenencia y prohibición que Freud ilustró con el padre de la horda primitiva de Tótem y tabú, (p. 85).»

Para el delincuente, en consecuencia, no se trata solamente que siendo niño habría oído un discurso negativo sobre la ley, pero que fue la víctima de una serie de mentiras a su propósito y que le concernían. Eso lo autoriza a flirtear con la abyección. ¿Está a favor de eso que el estafador guarda a pesar de sus privaciones, una fidelidad hacia el mismo padre que lo privó de amor y de pertenencia a un vínculo filial? Una mentira por necesidad aparece en muchas leyendas familiares: «un antepasado debió engañar para sobrevivir», «se abandonó a un niño a la DASS [departamento de niños expósitos] para que sea criado en una buena familia».

Un culto mítico de la anti-ley se instala así. ¿Para qué el respeto de la ley? «La anti-ley es más útil, eficaz y protectora de la familia y su narcisismo.» «La ética corriente aparece como una trampa que no dejaría oportunidad.” El futuro estafador recibió o vivió una educación demasiado laxa, demasiado severa o ambigua, lo que contribuye a construir su predisposición hacia la ilegalidad. Además,

1. Los ámbitos en los que se desarrolló habrían aprobado o incluso apreciado sus conductas exhibicionistas o fabulatorias.

2. Para hacerse respetar o simplemente obtener aquello de lo que tuvo necesidad, debió engañar: eso resultó en fin de cuentas ser más eficaz que las actitudes convencionales.

 

Desarraigo, migración y ruptura del orden legal

Numerosos estafadores provienen de medios desheredados y desarraigados. ¿Por qué? ¿Hay razones para ello? Al examinar los mecanismos en juego en estas familias, nuestro análisis de la estafa podrá tal vez avanzar. Una vida de privaciones puede suscitar odios y al mismo tiempo fascinación por aquellos que poseen, los ricos. En las familias migrantes[2], las distorsiones de la filiación citadas precedentemente encuentran equivalentes: se vive a la sociedad como que pide una adaptación [absoluta] con la contrapartida del abandono de las tradiciones culturales, del idioma materno, de los orígenes. Nuestros valores se entremezclan habitualmente con nuestras identificaciones y se inscriben en nuestra identidad. Con el fin de sobrevivir en su nuevo medio ambiente, el desarraigado se siente como obligado de volver a cuestionarlos y eso incluso si él considera ello como una gran injusticia. En la escuela y con el fin de no perturbar sus aprendizajes, por ejemplo, un docente puede pedir a la familia que no se hable sino francés con el niño, aun cuando ningún estudio científico serio puede afirmar que se mejorarían así sus resultados escolares. Los propios padres tienen miedo de que el niño no se sienta rechazado si se muestra demasiado marcado por sus orígenes extranjeros. El país de adopción [recepción] pediría en resumen cambiar sus referencias filiativas.

Entonces, ¿por qué el estado republicano parece desear la asimilación del migrante? Es cierto que todo estado tiende a uniformizar las identidades. No es solamente el estado totalitario que interviene en esta dirección cuando borra las particularidades de los individuos, su identidad, las ideas que le son propias. En el estado republicano, la idea de igualdad, que fue en el comienzo una idea justa para combatir los excesos de los dominantes, peca por exceso en este sentido. ¿Por qué? Porque la uniformización se presenta como una misión por realizar en la medida en que el estado sospecha que la acción individual va contra el interés general. Y muy segido, el estado ve peligros allí donde no los hay. Ello pertenece tal vez a su naturaleza: cierta desconfianza hacia la individualidad, portadora de rechazo y de disidencia.

A nivel doméstico, las orientaciones se determinan. Muchos problemas están vinculados con los contrastes entre el modelo familiar de la educación de los niños del país de origen y el del país de adopción. En los países de origen, principalmente en los del contorno mediterráneo y de África subsahariana, donde el modelo patriarcal domina, el concepto de deferencia hacia el padre se entiende como sometimiento del niño. Se tolera mal la arrogancia hacia el padre. En estas culturas, el límite entre generaciones no es fácil de atravezar. Si eso se realiza, reacciones severas se manifiestan. El respeto de las prohibiciones, a menudo más numerosas que las del país de adopción, es un elemento esencial. Se establece implícitamente un código de comunicación, preciso y a su vez fastidioso. El retoño no se dirige al padre con facilidad, no se le plantean cuestiones; se le habla más bien sin aumentar la voz, se evita mirarlo a los ojos. El padre no desea comunicar con él «de igual a igual». No le hablará de sus preocupaciones, no compartirá con él su intimidad y no piensa explicarse acerca de las razones que le impulsan a sancionarlo si lo hace. Para las decisiones que le conciernen, no se consulta al niño. Para explicar estas actitudes, se le dirá que es la tradición o que ésta se inscribe en los textos consagrados. El padre alegará eventualmente su propio ejemplo. Evidentemente, éste tiene miedo de perder su autoridad sobre el niño si se deja llevar por sus emociones, si es fácilmente complaciente o si le da el gusto demasiado a menudo. O. Reveyrand-Coulon (2003) observa que la ironía se utiliza para evitar las gratificaciones directas. El padre dirá al niño que tiene «vergüenza de él» si se siente orgulloso de sus éxitos escolares, por ejemplo. La norma es no dejar traslucir su afecto, o justo un poco, a fin en algunos casos de evitar la acción de los espíritus malévolos.

Al contacto con los agentes sociales y las familias de origen europeo, las familias migrantes se muestran perplejas ante quienes ellas viven como que se dirigen hacia una relajación de costumbres y una deriva peligrosa. El padre se siente fácilmente desaprobado. Apenas lo soporta; tiene el sentimiento que los niños le escapan en cuanto alegan otras referencias para justificar su comportamiento. El padre se pregunta cómo dirigirse a ellos, cómo entablar una conversación mientras que sólo conoció una relación padre/hijos muy asimétrica, y en donde la palabra aparecía como una trampa. Los castigos corporales le parecen lógicos. Su mujer puede escapársele también. La sociedad patriarcal impone también su sumisión, pero henos aquí que su esposa pasa a reivindicar y clama su espacio/tiempo de libertad. El padre termina por replegarse aún más y no piensa ya sinoen la vuelta a su país de origen (A. Yahyaoui, 2000). «Allí», una red familiar rica lo apoyaba, y siempre le ha confirmado su calidad personal y su valor. En Europa se convirtió en un ser anónimo que vende su fuerza de trabajo, sus músculos serán incluso una única calidad viril primordial. Si por desdicha se accidenta o cae enfermo, pierde el estatuto de obrero especializado o calificado, que le da una función definida, y se convierte en un simple asegurado social, un parado o un prejubilado, protegido, ciertamente por un sistema de ayuda generoso, pero básicamente no se siente ya «autorizado». Se vive más bien como un «sub-hombre», «un menos que nada» lamentable que carece de peso ante sus prójimos, sobre todo sus muchachos. Trabajador inmigrado es una designación cuya exigüidad no se mide, incluso es ambigua. ¿Una virilidad muy relativa? ¿Inscrita solamente en el intercambio económico? Cuando se la pierde, se convierte en la sombra de sí mismo.

La sociedad patriarcal parece al padre migrante más segura porque está bien codificada y le da herramientas claras para administrar la educación de sus hijos. Su función se deduce para él del respeto que suscita. Tiene el sentimiento de que una sociedad donde los hijos disponen de libertad de palabra y acción no puede sino conducir a la pérdida de su estatuto de padre y, más allá, del sentido de la familia y el respeto de la ley. Entonces el padre está tentado por algunas actitudes desviadas; puede estar tentado por el engaño, servirse de la mentira y algunos otros comportamientos perversos para mantener un ascendiente sobre sus allegados, que “sin eso pueden resistirle”. Para aumentar su valor, inventará proezas o relaciones imaginarias. Al cabo de un momento, viendo que produce el efecto previsto, puede llegar a la conclusión, muy peligrosa por otra parte, que restauró su poder. Otra táctica es llevar a forzar la nota de seducción en la relación con sus niños. A veces los seduce hasta los límites del incesto y eventualmente más allá. Recupera entonces un lugar de prestigio en su familia, ciertamente, pero habrá perdido aún más en cuanto a la ley; la filiación se afectará mucho. La transgresión aparece en adelante como algo normal y un recurso.

Estos representan no obstante casos extremos. Una serie de observaciones se imponen en este lugar. Las prohibiciones esenciales, las del incesto, del asesinato y del canibalismo, son en toda sociedad, europea u otra, respetadas. El destino de la idealización del padre no depende de las posiciones superiores que el padre de la realidad puede indicar. La representación del padre ideal se configura en el niño interior y, si ésta se inspira en el padre de la realidad, será por vías indirectas: más bien por lo que el padre realiza naturalmente y sin una intención precisa, y por lo que deja ver sin ser consciente, más que por actitudes o palabras concluyentes. Expresa un fuerte mensaje en su aptitud a mediatizar las afluencias de sus impulsos propios, y por la forma en que se sirve de la palabra, el símbolo, la metáfora. Si acepta la confrontación, ganará ciertamente en confort. El niño soporta poco a un padre que, para evitarlo, lo sanciona injustamente, designándolo como un niño recalcitrante. A veces por no «perder la cara», se pierde un reino, el de la autoridad paternal. Por parte del padre, asumir su opinión o sus errores suscitará, me parece, más consideración que los castigos arbitrarios. No obstante existen situaciones, y son numerosas, en donde la respuesta adecuada es la firmeza.

El contraste entre el modelo educativo de las sociedades patriarcal y, digamos, liberal se manifiesta en cuanto a lo que J. Laplanche (1987) llama los rechazos («refusements»): aquellas prohibiciones secundarias, que conciernen nuestro comportamiento en familia y en sociedad, estas cosas que no se deben realizar, estos objetos que no se deben arruinar, estas escenas que no se deben observar, estos gestos que no se deben tener, y, en el contexto de tal o cual vínculo, hacia tal o cual persona. Tales rechazos («refusements») están presentes en las distintas culturas. Es a este respecto que conviene indicar que, en toda relación padre/niño, en tanto que las frustraciones son generadas por los rechazos reiterados durante la infancia, y más allá de la naturaleza de lo que está prohibido, cumplen un papel vital que recuerda la diferencia entre generaciones. La construcción de la ley interna será así garantizada.

 

De la rabia narcisista a la autorización de transgredir (infringir)

No se podrá comprender la estafa, así como diversos delitos, sin abordar en toda sinceridad el problema del desarraigo como portador de una violencia peligrosa: una rabia narcisista que, reprimida, excitará en su momento deseo de venganza. Ningún programa de readaptación para las poblaciones marginales de las ciudades y suburbios puede ignorar que el malentendido es inmenso acerca de las exigencias del país de adopción en la medida en que se entienden como una ruptura de la continuidad identitaria y de los lazos ancestrales. A partir de esta vivencia, algunos individuos se sienten autorizados a infringir o a veces a imitar las prácticas de los autóctonos. La ley de estos últimos no les da miedo. Encuentran fácilmente argumentos para decir que de todas maneras «todo el mundo hace trampa». Desmentida porque aparece como anacrónica e inadaptada al nuevo medio (adoptivo), atacada por malentendidos, la autoridad parental no produce efecto sobre ellos. Para algunos vástagos del desarraigo, el reto les parece entonces una posibilidad; el camino que pasa por el delito sería más fácil, más accesible. Alcanzar la gloria o la riqueza no serían sino un asunto de puesta en escena. La vida social puede convertirse en una escena donde es necesario saber representar (como en el teatro) a los grandes. Y se puede ser alguien respetable cuando se aprende a imitar algunos gestos y a imponer la realización de actos apreciados por la mayoría. Además, en un mundo en movimiento como el nuestro, los valores eternos parecen ceder lugar a los valores del momento: el éxito, la felicidad, los signos aparentes de confort económico.

Intenté demostrar una serie de mecanismos que se producen en las relaciones entre desarraigo y delincuencia. Es una cuestión delicada cuyo análisis se presenta pleno de obstáculos. Las conclusiones políticas de tal examen son importantes pero los descontroles no son imprevisibles si se acepta la complejidad de los factores pendientes. No se trata de condenar a un grupo humano que sufre como el de los migrantes ni de criticar a una sociedad cuando falla a integrarlos (cf. P. Benghozi, 1999).

Esta relación entre desarraigo y delincuencia sólo se refiere en resumidas cuentas a un número limitado de individuos. Una amplia mayoría de migrantes se integra. Entre ellos, un buen número realiza carreras brillantes armados del valor de los que no tienen gran cosa para perder. Quizá para realizar su destino, es siempre indispensable tener una dosis de audacia, e incluso seguir siendo insensible a algunas exigencias sociales enunciadas en nombre de la ley, que es eventualmente tan sólo la de la mayoría. No obstante, como clínicos, nos enfrentamos con los fracasos vinculados al choque de culturas y es para ayudar a las personas y a las familias que debemos abordar estas cuestiones siendo objetivos. La delincuencia es la consecuencia de una serie infinita de malentendidos. El orgullo no ayuda a solucionarlos. Lejos de sus vínculos y raíces, el sujeto intenta cruzar el Rubicón.

Se confirma entonces el paralelismo entre la pérdida de las raíces culturales y las pérdidas de las raíces filiales. Tanto la sociedad como las personas tienen miedo de la diferencia cultural. Por eso tienden a suprimirlas.

La solución terapéutica no debe olvidar que el abordaje del vínculo filial es un eje esencial. Si la estafa es una consecuencia de distintos desarraigos, filiales, culturales, religiosos, reparar la identidad de los sujetos es central en un enfoque psicológico que pretenda ser adecuado.

 

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Notas

[1] Conferencia en la Universidade de São Marcos (São Paulo, Brasil) del 25 de julio de 2005. El Dr. Alberto Eiguer es psiquiatra, miembro de la Sociedad psicoanalítica de París, titular de una HDR (Habilitación a la dirección de investigaciones) en psicología, Universidad París V, presidente de la Sociedad francesa de terapia familiar psicoanalítica y director de la revista Le divan familial. Última obra publicada: Nouveaux portraits du pervers moral, Paris, Dunod, 2005. 154, rue d’Alésia, 75014 Paris. Francia. albertoeiguer@voila.fr
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[2] Esta reflexión se aplica tanto a las familias migrantes que provienen del extranjero como del interior del país.
Es por lo cual usamos “migrantes” y no “inmigrantes”.
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Bibliografía

Benghozi P. «Adolescence, violence et agressivité», Adolescence et sexualité, L’Harmattan, 1999, 115-126.

Dubec MLes maîtres trompeurs, Paris, Seuil, 1996.

Eiguer APetit traité des perversions morales, Paris, Bayard, 1997.

Eiguer A. «Le faux-self du migrant», in Ouvrage collectif, La différence culturelle et les souffrances de l’identité, Paris, Dunod, 1998.

Fréjaville A. «L’œdipe, avec qui?» Les cahiers du Centre Alfred Binet, 1985.

Freud STotem et tabou, 1912, tr. fr. Paris, Petite bibliothèque Payot, 1977.

Laplanche JNouveaux fondements pour la psychanalyse, Paris, PUF, 1987.

Reveyrand-Coulon OImmigration et maternité, Toulouse, Presses Universitaires Le Mirail, 1993, 2003.

Schmidt E.-E. Le Libertin, Paris, Albin Michel, 1997.

Yahyaoui A., «Un mythe peut en cacher un autre ou les mythes familiaux au risque de l’exil, Le divan familial, 4, 2000, 39-58.