“Lo posible no tiene que ver con cómo se atraviesa un obstáculo, sino con cómo el obstáculo condiciona el planteo inicial”[1].
Quiero tratar con Uds. un tema que me parece de extrema actualidad, un tema que si bien lo voy a tomar a partir del análisis institucional, va mucho más allá de él, es una preocupación de la experiencia cotidiana, así como de la cotidianidad de nuestro quehacer en la clínica.
El encuentro con la vivencia de no ser necesario, con la experiencia descarnada de nuestra propia contingencia, no puede ser explicada ni por un déficit de religiosidad – este parámetro es absolutamente impertinente con relación al momento histórico occidental -, ni por variables psicopatológicas (melancolía, paranoia, esquizotimia o alguna forma de neurosis).
Sin embargo, tendremos que ser cautelosos si decidimos afirmar que depende de variables socio-histórico-políticas, porque este parámetro, para la subjetividad moderna, siempre estuvo signado en una idea de sucesión que interpretó los cortes como producto de alguna causa localizable en el interior de una lógica que le confería continuidad.
Contrariamente a esto voy a basar mi exposición en la tesis que afirma que estamos ante un cambio radical que altera las matrices de pensamiento producidas a lo largo de seis siglos de la vida de occidente.
La idea de la radicalidad del cambio será entonces mi punto de partida para lo que titulé “instituir en superfluidad: condiciones actuales del acto instituyente”.
Resulta inevitable entonces que este tema requiera algunas aclaraciones previas: en primer lugar revisar la vigencia del término instituir y preguntarnos si, de mantenerla, conserva el mismo valor semántico o ha experimentado transformaciones.
En segundo lugar, qué significa superfluidad en términos de existencia, y qué relación guarda con la idea de instituir.
Para los que nacimos en la primera mitad del siglo XX la idea de institución, instituido, instituyente e instituir, nos convoca una serie de representaciones y significaciones que hasta hace unos años no requerían cuestionamiento en el terreno ontológico. Las discrepancias se jugaban en el campo epistemológico y desde allí podía definirse o no una ideología.
El ser, el existir de la institución, no estaba en cuestión. Los parámetros espacio-temporales confirmaban no sólo su existencia, sino también su trascendencia. Agotados esos referentes, el ser de la institución ya no es una certeza, es necesario hacerla ser cada vez.
Cuando Bleger puso bajo la lupa del psicoanálisis el encuadre psicoanalítico de la cura, no vaciló en definir la institución diciendo: “Una relación que se prolonga durante años con el mantenimiento de un conjunto de normas y actitudes, no es otra cosa que la definición misma de una institución…” (Bleger 1972)[2]
La dimensión temporal está bien clara: una relación que se prolonga en el tiempo, manteniendo un conjunto de normas y actitudes. A esa dimensión temporal le suma una categoría: la de permanecer. Hay un conjunto de normas y actitudes que se mantienen iguales a sí mismas, que no cambian.
Bleger está diciendo que la institución se construye en el tiempo porque está trabajando deconstruyendo otra institución, el encuadre psicoanalítico, y este procedimiento le permite hacer visible cómo toda institución es el producto de algo que permanece en el tiempo.
Esta duración, condición de existencia para la institución, es también la razón por la cuál para muchos, la institución es pre-existente y exterior, es decir tiene la cualidad de un objeto inerte, es indiferente al sujeto.
El objeto, entonces, se reconoce por su insistencia en el tiempo, podríamos decir que toma parte de la consistencia que lo hace reconocible como tal, de su permanencia en el tiempo.
La institución, como el producto de normas y actitudes mantenidas en el tiempo, se objetaliza, en tanto las condiciones en las que fue producida se vuelven no visibles. Las condiciones más estables del objeto es lo que llamamos lo instituido y llamamos instituyentes a aquellos actos que afectan, que intervienen sobre esa continuidad, la transforman y logran que esas transformaciones se mantengan en el tiempo, o sea se instituyan y/o se institucionalicen.
Este destino del acto instituyente constituyó una contradicción con la ideología de transformación del mundo de algunos analistas institucionales, y causa de fuertes debates teóricos ideológicos.
La concepción moderna del mundo se fue construyendo como producto- productor de un entramado de instituciones que, como efecto del trabajo de la Razón, hicieron del mundo occidental un espacio consistente. Fue en ese mundo que pudo desarrollarse el pensamiento crítico y gestar sus actos instituyentes y sus utopías.
Esta red de instituciones conformado por el trabajo de los psiquismos puestos en situación a lo largo del tiempo, transmisible de generación en generación, tanto como contenido, cuanto como trabajo invisible del ideal, ha devenido natural, o sea ha sido percibido y reconocido como algo dado sin la intervención de actos de sujeto.
La segunda mitad del siglo XIX con el advenimiento de la sociología, el marxismo y el psicoanálisis, han puesto en cuestión esta naturalidad de la cultura, debate que atravesó el siglo XX y para algunos contribuyó al agotamiento de la modernidad.
Pero en rigor, es desde este agotamiento que se hizo perceptible, por lo menos para muchos de nosotros, psicoanalistas, el peso en la subjetividad de aquello que, de ser percibido, era pensado como exterior.
Los debates acerca de la dependencia cultural de Complejo de Edipo, acerca de la forma en que la cultura hace marca en el psiquismo, de si es posible definir una topología psíquica que aloje lo socio-cultural, han agitado los medios psicoanalíticos desde los años 40, y nos encuentra hoy en la discusión candente acerca de las diferencias y relaciones entre las nociones de psiquismo y subjetividad.
Sin embargo, más allá de las disidencias aún no resueltas y las variadas nominaciones con las que se hace referencia a este problema[3], la mayoría de nosotros reconocemos que el cambio radical que significó el pasaje de la modernidad al mundo globalizado, ha producido una transformación a nivel subjetivo e institucional que vuelve perentorio pensar las relaciones entre ambas dimensiones.
Voy a citar un párrafo de Nicolás Casullo “Modernidad, biografía del ensueño y la crisis” que introduce el libro que compiló “El debate modernidad pos-modernidad”. Este texto es de 1991:..
“El presente que habitamos mostraría una fragmentación extrema de la experiencia del hombre, manejado por las lógicas de lo tecnourbano-masivo-consumista. Fragmentación que no podría retornar a ningún valor, plan o cuerpo simbólico integrador de los significados. Mostraría un desvanecerse de lo real, donde las mediaciones comunicativas totalizantes, las lenguas masificadoras, los mundos tecnoproducidos cotidianamente, y la cibernetización de la memoria y el hacerse de las cosas construyen un nuevo escenario de vida en la cual la realidad muere si carece de tecnointermediaciones, y donde lo “único” real visible, audible, es el residuo cadavérico de la realidad.
La condición posmoderna quedaría expuesta en el ahondarse del desencantamiento de la existencia: de aquella existencia humana entendida como tensada por la problemática y el deseo, por las expectativas entre lo dado y lo nuevo, por una conciencia develadora y recuperadora de la realidad, por la heroicidad de ese viaje transgresor y reconciliador de los hombres con el mundo. Tensiones que se disolverían hoy en un presente vivido como inmodificable, saturado de espectáculos, escenografías y simulacros sobre sí mismo. En esta definitiva e irreversible reiteración de lo mismo, en esta noción de la historia como cumplida, en esta imposibilidad de lo verdaderamente nuevo, a excepción del consumarse de la lógica técnica, se da la crisis de las representaciones con que la humanidad pensó afirmativamente el desarrollo humano y social. Crisis del sujeto, dice lo posmoderno: el relato más alucinado de la modernidad estableciendo que ese era el sitio de los discernimientos. Y a partir de él, debacle de la cadena de figuras que el sujeto amparaba: pueblo, clase, proletariado, humanidad”. (Pág. 19)[4]
Podemos elegir un párrafo de un libro porque nos expresa plenamente en nuestro pensamiento, o porque nos da pie para un debate más amplio. La elección de este párrafo fue realizada para poder presentar las dificultades de un pensamiento que no puede salir de los límites de su época: es un ejemplo de pensamiento crítico, que no abandona su marco ideológico ni matrices que considero un tanto agotadas.
Comparto el aspecto descriptivo del agotamiento de la modernidad, en la medida que pueda liberarme de su aspecto valorativo: “en esta definitiva e irreversible reiteración de lo mismo, en esta noción de la historia como cumplida, en esta imposibilidad de lo verdaderamente nuevo, a excepción del consumarse de la lógica técnica…” Esta frase que subrayo devela la mirada propia de la subjetividad moderna, que entiende que el hacer de la técnica no produce nada nuevo, más que acumulación irracional de lo mismo, lo único que produce cambio valorable es el discernimiento teórico y a partir de él su aplicación práctica. La idea de praxis del pensamiento crítico, intentó instituir otro valor para los procedimientos técnicos.
El hecho desconcertante, acaso traumático, que por largo tiempo nos impone mirar la situación actual desde el agotamiento y no desde la producción de novedad, es que la modernidad se agotó sin que se hubieran consumado sus ideales. Masas de militantes modernos nos quedamos perplejos ante la caída del muro, prueba irrefutable del avance devastador del capitalismo tardío, apoyado en sus instrumentos mediáticos y el desarrollo tecnológico. ¡Cómo fue posible que la razón liberal diera lugar a semejante resultado!
Desde entonces los intelectuales tratamos de entender el carácter performativo que, sobre el pensamiento, ha tenido el encuadre moderno.
Nuevamente evoco a Bleger ahora en esa especie de aforismo: “No se quién ha dicho del amor y del niño que sólo se sabe que existen cuando lloran” (Pág. 239)[5]
Las certezas de la modernidad, verdaderas instituciones que con su apuntalamiento dieron cabida a nuestro desarrollo psíquico y social, se agotaron como consecuencia del agotamiento de la función meta-institución que ejercía el estado. La supremacía de los intereses privados por sobre los colectivos representados por el Estado ha dado lugar a otra realidad. Esa otra realidad vivida como siniestra, como ajena y familiar a la vez, se impone a nuestra experiencia: la vivencia de la imposibilidad de consistir, la inevitabilidad de la insignificancia, el horror de la superfluidad.
Si bien el sujeto moderno estuvo amenazado por la alineación al grupo, al Estado, su condición de sujeto no estaba puesta en juego. El Estado, institución de instituciones, le tenía un lugar designado, tal vez alienante o tal vez recluyente, pero un lugar al fin. Había un a-priori instituido por el cual ese individuo estaba asignado a algo del conjunto y en su defecto, estaban dadas las condiciones para que luchara por otra asignación.
Sobre la trama consistente del Estado se jugaban los destinos individuales y colectivos.
Perdida esta solidez, la amenaza para el individuo hoy es la dispersión, la imposibilidad de consistir como la imposibilidad de construir algo más que un presente.
Esta frase “para algo más que un presente” que me sale al paso espontáneamente, es el producto de mi subjetividad moderna que obstaculiza, con su nostalgia del futuro como motivación, encontrar herramientas para operar en un medio cambiante e inconsistente. La nostalgia de futuro impide percibir la superfluidad, que no es ni más ni menos que la condición de no ser necesario. ¿Qué produce esta condición? ¿Está adscripta sólo a la condición de no tener lugar o es una condición ontológica radicalmente otra? Si es así, ¿qué pasa con la noción de sí mismo y con la noción de otro?
No parece ser banal la diferencia entre afirmar la condición superflua como positiva que como negativa. La primera permite indagar lo que esa condición produce; mientras que afirmarla como negativa implica una valoración invalidante para comprender la actualidad. Por eso, pensar desde el agotamiento, desde lo que ya no hay, por mucho que se reconoce la caída, se corre el riesgo de descalificar las condiciones actuales como verdaderas condiciones y trabajar para recrear las anteriores como las únicas posibles. Constituye entonces, una barrera para encontrar la manera de crear las condiciones para el acto instituyente.
Ahora bien, si el acto instituyente tenía como destino la institucionalización – al punto que Sartre[6] desarrolló la tesis de la razón dialéctica por la cual este era el destino final del grupo – para que tal acto fuera posible era necesario que operara sobre cierta consistencia, una solidez. Se intervenía así sobre un instituido que le hacía resistencia desde una forma identificable en el sentido descriptivo, localizable a partir de un trabajo de historización de su advenimiento y hasta pasible de ser deconstruido en sus condiciones de producción desde el pensamiento crítico.
El acto instituyente en condiciones de estabilidad temporal y solidez estatal, estaba condicionado por una superficie temporal que comprendía: un pasado fundante, un presente donde los valores pasados estaban agotados o pervertidos y un futuro que retomaba de la gesta fundadora por lo menos el anhelo de producir alguna marca que diera cuenta de un progreso.
La historiografía política, social e inclusive científica, buscaba poner en evidencia estos movimientos historizantes aún a costa de crear un campo de negatividad en la medida que no tenía recursos metodológicos para asumir la complejidad de los fenómenos. Así podemos reconocer vanguardias que devinieron hegemónicas y vanguardias que no llegaron a instituirse y operaron desde la negatividad. A éstas últimas, la historiografía las clasifica y menciona, en el mejor de los casos, dentro de los movimientos contestatarios o, en su defecto, como “otros” movimientos del arte, la razón, la política, presentes en ese momento.
Modelados en ese sistema de pensamiento, encuadrados en el continente del Estado Nación, instituir, implicaba asumir cierto grado de violencia porque necesariamente, para consumarse, tenía que romper algo ya formado. El debate en el psicoanálisis acerca de la pulsión de muerte y la agresión, no fue ajeno a la noción de instituir: si la pulsión de muerte opera como desligadura, muchas agresiones, tanto en el espacio familiar como social, están al servicio de intervenir sobre una situación de sufrimiento, o sea hay desligadura al servicio de la vida. A esta forma de la pulsión de muerte que entra en contradicción, por ejemplo Kaës la menciona como pulsión anarquista[7].
Entonces las condiciones de la modernidad que hacían posible el acto instituyente eran:
– La preexistencia de un instituido consistente.
– Alguna argumentación respecto al instituido sobre el que quiere intervenir.
– La conciencia de su condición histórica.
– Un monto de violencia capaz de auto justificación.
Así la flecha del tiempo unía puntos de una espiral ascendente hacia la perfección de la vida humana.
Este modelo de pensamiento sobre el que se desarrollaban las prácticas reconocía, para la realidad y la conciencia, el principio de no-contradicción que implica: la definición de un origen, un desarrollo y un final; un adentro y un afuera; una organización jerárquica en círculos concéntricos y su correspondiente sistema de valores.
Esta lógica dio lugar también, por defecto, al pensamiento dialéctico donde la contradicción estaba contenida y superada en pasos sucesivos. Y el estructuralismo advino como solución para resolver los obstáculos que la temporalidad lineal y el neopositivismo esencialista ofrecían para pensar los fenómenos.
Pero lo que es impensable desde las matrices de la modernidad, sino como campo raso, carente de significación y por lo mismo incapaz de producir sentido, es la dispersión que se presenta en la actualidad.
La dispersión insignificante fue concebida como barbarie a civilizar, caos a ordenar, desorden a disciplinar, terreno virgen a explorar, todo al servicio del progreso de la humanidad.
La dispersión hoy puede ser pensada como la contracara de la organización alienante, pero también amparadora del Estado.
Ya Nietzche a fines del 1800 había advertido que el Estado, que le había ganado terreno a la organización religiosa de la sociedad, iba a ser incapaz de contener la presión dispersante de lo privado. (Nietzche 18…)[8]
El neoliberalismo occidental que fuera imponiéndose desde la década del 70, fue desplazando la subjetividad ciudadana y generando la subjetividad consumidora. Otra lógica opera en los intercambios y esto afecta profundamente las organizaciones. La lógica consumidora busca imponer, abarcando lo más que pueda en tiempo y espacio, algo que corresponde a intereses que no tienen ninguna trascendencia. Consciente de la contingencia de su deseo, opera en función de la eficacia y se desentiende de toda otra pretensión. Es un agente productor de superfluidad en tanto va fluyendo indiferente a otro interés que el de encontrar consumidores; es un generador de lo descartable, de lo no necesario. A mayor fluidez, mayor superfluidad, mayor intemperie.
Este movimiento perpetuo promovido por el interés privado, sin ninguna regulación desde el interés colectivo, hace que las otrora organizaciones-instituciones, se transformen en lo que llamamos galpones.
La figura del galpón, creada por Mariana Cantarelli[9], permite comprender en qué han devenido los lazos entre los elementos de distinto orden de las organizaciones. Esos lazos que daban sentido de conjunto integrando los distintos estamentos de las organizaciones, estaban sostenidas por categorías de valor fundadas en significaciones sociales. Esas significaciones componían una verdadera semiótica de las relaciones prescriptas y proscriptas de esa organización en particular y de la sociedad en general.
Disueltos esos lazos, los elementos de la organización quedan sueltos, perdiendo sus relaciones de sentido, como cuando ubicamos objetos diversos en un galpón. Nuestra mirada puede recuperar viejos sentidos, pero, ni bien los queremos poner a funcionar a pleno, nos encontramos con que tenemos que mover muchas cosas para que esa plenitud de sentido no se disperse.
Estos galpones, retazos de las organizaciones, espacios fragmentarios, no aseguran de antemano continencia, ni pertenencia, así como no exigen mayor pertinencia a quienes están en ellos. Quiero decir que tanto las organizaciones, como las instituciones hoy no están dadas de antemano, si bien algunas conservan la apariencia de lo que fueron, están inevitablemente acosadas por una tendencia a la fragmentación, la disgregación, la dispersión. Sostener la cohesión institucional es parte de un trabajo permanente. Percibir la condición galpón, es percibir esa dispersión inconsistente.
Sin embargo, nunca como ahora se busca la pertenencia a alguna entidad colectiva, lo cual parece contrariar lo que acabo de decir. Pero no nos apresuremos a juzgar con lógica ciudadana: el ciudadano se movía entre espacios significativos, dadores de identidad y en función de un proyecto. Ese proyecto era compartido por parte o por toda la comunidad según el caso y estaba inscripto en el desarrollo normal de la vida de las personas y los grupos. Basta recordar la idea de proyecto en Pichon-Rivière, para intuir su valor organizador e integrador del individuo a la comunidad.
Las organizaciones, nos diéramos cuenta o no, eran los espacios en los cuales tramitábamos la concreción de esos proyectos.
Rota la red institucional, la intemperie es más perceptible para el individuo que para las organizaciones: nosotros hoy, en esta jornada, concretamos la federación que conformamos, pero bien sabemos cada uno de la fragilidad que amenaza nuestro vínculo con ella. Quisiéramos que no fuera así, por momentos vamos a recuperar la ilusión de la cohesión duradera, pero la experiencia de la ilusión en la actualidad conlleva la conciencia de lo ilusorio.
El galpón no alcanza a cubrirnos de la intemperie, sólo ofrece la materia para superar la intemperie en cada momento que estamos en él, debemos trabajar esa materia para que la cohesión se constituya y ese mismo acto será un acto de subjetivación.
Este acontecer sujeto en medio inconsistente, superfluo (en el sentido de súper fluido a la vez que insignificante, casi inexistente) es lo más parecido al acto instituyente de la modernidad.
Entonces, las condiciones para instituir en la superfluidad, si es que todavía podemos conservar el término instituir, han variado plenamente por cuanto:
– No hay persistencia de instituido consistente, hay en tal caso, galpones o cúmulo de fragmentos inconsistentes disponibles como materia a trabajar.
– No se necesita ninguna argumentación para intervenir, se requiere poner en acto el deseo de existir con otros.
– No se requiere conciencia de la condición histórica, sino definición del problema en el que se está, percepción de lo que hay y capacidad de reconocer las herramientas adecuadas para operar a fin de construir la situación.
– No se precisa de la violencia auto justificable, en tanto la tarea consiste en generar las condiciones para que algo de sentido advenga.
Este acto instituyente, presenta con el de la modernidad, otra diferencia fundamental: su destino no es la institucionalización, por que sólo tiene la potencia de instituirse para ese conjunto singular de individuos actores de la experiencia.
En medio fluido no hay sentidos a-priori con los cuales armar cuerpo. Los sentidos se van creando vez a vez a partir de la operación deseante de armar situación.
Qué huellas, qué marcas, qué surcos van trazando sentidos, parece no ser una expectativa pertinente, la condición de “existir” para un momento que no garantiza existir para otro, exige un enorme trabajo individual y colectivo. Trabajo que vale la pena si pensamos que es el posible, el que nos hace ser, el que tal vez permite que otro/s sea/n.
En el devenir de una institución formal habrá momentos de existencia producto del trabajo deseante de sus actores y momentos de inexistencia o de puro galpón.
Vuelvo al planteo del epígrafe:
“Lo posible no tiene que ver con cómo se atraviesa un obstáculo, sino con cómo el obstáculo condiciona el planteo inicial”: la superfluidad, como obstáculo estructural para el acto instituyente moderno, condiciona todos los posibles del acto instituyente en la actualidad, lo redefine y lo descentra del lugar que tenía en las coordenadas espacio-temporales.
Dejo así planteada la cuestión acerca de si este modo de operar sobre lo real, esta transformación posible y contingente de la intemperie en situación subjetivante, puede llamarse instituir en condiciones de superfluidad o tenemos que acuñar otro término para esa operación. Si es así, también queda cuestionado el término institución, y todos sabemos que cuestionar un sustantivo sin generar un sinónimo, es cuestionar el ser del objeto nombrado por él. Por eso decía al comienzo de esta charla que el ser de la institución está hoy en cuestión.
Instituir en Superfluidad:
Condiciones actuales del acto instituyente
Conferencia dictada en la IV Jornada Nacional de la Federación Argentina de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares en la ciudad de Mendoza en mayo de 2005.
Dra. Graciela Ventrici
Médica. Psicoanalista. Analista Institucional. Miembro Titular de la AAPPG. Presidente de la AAPPG 2003- 2005.
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NOTAS
[1] Idea trabajada en el Grupo 12, coordinado por Ignacio Lewkowicz desde abril de 1999 hasta su trágica muerte el 4 de abril de 2004.
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[2] Bleger José: Simbiosis y Ambigüedad, “Psicoanálisis del encuadre psicoanalítico” pag. 238. Paidos Bs As 1972
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[3] Macrocontexto, Transubjetividad con distintas acepciones, etc.
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[4] Casullo, N.: “El debate modernidad / posmodernidad” Punto sur Editores Buenos Aires. 1991 Pag 19.
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[6] Sartre, J. P.: “Crítica de la razón dialéctica” Editorial Losada 1963. Bs. As.
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[7] Kaës. René: “El pacto denegativo en los conjuntos trans-subjetivos” en “Lo negativo: figuras y modalidades” Amorrortu Editores, 1991, Buenos Aires,
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[8] “Humano demasiado humano”
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[9] Lic en Historia y co-coordinadora del Grupo 12 2.001-2.002. Coautora de “Del fragmento a la situación. Notas sobre la subjetividad contemporánea”.
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BIBLIOGRAFÍA
Bleger J., (1972), “Psicoanálisis del encuadre psicoanalítico” en “Simbiosis y Ambigüedad,” pag. 238, Editorial Paidos Buenos Aires.
Casullo, N., (1991), “El debate modernidad / posmodernidad”, Pág. 19, Puntosur Editores, Buenos Aires.
Castoriadis, C., (1975), “La institución imaginaria de la sociedad”, Editorial Tusquets Barcelona
Guattari, F., (1976), “Psicoanálisis y transversalidad”, Editorial Siglo XXI México/Argentina
Kaës. René, (1991) “El pacto denegativo en los conjuntos trans-subjetivos” en “Lo negativo: figuras y modalidades”, Amorrortu Editores, Buenos Aires
Lewkowicz, I., (2004). “Pensar sin Estado”, Editorial Paidós Buenos Aires.
Lourau, René: (1973)“El análisis Institucional” Amorrortu Editores. Bs. As.
Nietzsche F. (1998), “Humano demasiado humano” Cáp. VIII. Edimat Libros, España.
Sartre, J. P., (1963) “Crítica de la razón dialéctica” Editorial Losada. Bs. As.
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PALABRAS CLAVES
Cambio radical – Subjetividad moderna – Instituir – Superfluidad – Instituido consistente –
Galpón