A los pocos días de la muerte de mi madre, cuando todavía no era posible desarmar con palabras la sensación de ahogo que persistía en mi garganta, mi padre, Carlos Schenquerman me habló de un número especial de la revista Actualidad Psicológica que se estaba armando para homenajearla. En ese número (y en otro que vendría después, dado que la cantidad de colaboraciones excedió por mucho la capacidad de un único volumen), escribiríamos amigos, discípulos, familia, colegas….

En el texto, no pude dejar de hacer referencia a un comentario hecho por mi madre en el marco de su Seminario de los lunes, en donde bromeaba acerca del hecho de que había empezado a despejar su escritorio y biblioteca de aquellos escritos que con los años habían perdido interés para ella, y nos transmitía su deseo de que quienes la sobreviviéramos, hijos y discípulos, no conserváramos dichos fragmentos de manera fetichista en tanto restos desprendidos de una figura que no podríamos dejar de añorar.

En ese momento, quiénes estábamos al tanto de su enfermedad (enfermedad que no hizo pública en parte dado su deseo de, como decía ella, “seguir siendo quien era”), nos miramos entre nosotros con complicidad y pena… tal vez también como una forma de acordar en secreto una promesa. Yo por mi parte, lo entendí en su forma más abstracta, y aún al revisar sus palabras tiempo después, decidí –tal vez porque hacerlo de otro modo me resultaba impensable- sostenerlo en su sentido metafórico: no debíamos entonces, transformar su obra en dogma, sus hipótesis en sentencias, sus preguntas en respuestas; sí, por el contrario, debíamos ponerla a trabajar como ella había hecho con los autores que la habían precedido en la construcción del pensamiento psicoanalítico, adentrarnos en sus textos, retomar las impasses (como solía decir) y ensayar nuevos ordenamientos. No por moda, no por ejercicio retórico, sino porque así nos lo exigiría el objeto: el aparato psíquico, su conflictivo funcionamiento y el sufriente sujeto que intenta -por momentos de manera infructuosa- apropiarse de sus pensamientos.

Los meses pasaron y esta indicación materna, se convirtió también en una anticipación mucho más concreta de las tareas por venir. Poco a poco, debimos junto a mi padre y mis hermanos, reorganizar algunos de sus objetos, su escritorio, su biblioteca…

Recordar, es un problema del sujeto. Las representaciones inscriptas, sin alguien que las cualifique, poco tienen que ver con la memoria humana. En múltiples ocasiones, mi madre comparó dichas inscripciones con un cajón lleno de fotografías y las denominó condición necesaria, pero no suficiente para la memoria. Para que haya memoria, es necesario que exista quién ponga nombre a los rostros conservados.

Sin embargo, no fue sino hasta estos meses que me encontré con la difícil tarea de tener que ser yo misma quien denominara a los seres incluidos en borrosas fotografías, y que asumía cercanos a mí pero a los que no podía ni ubicar, ni nombrar. Mi madre en su función de memoria, ya no estaba allí como elemento tercero que pudiera poner en relación esas caras con mi propia historia. Asumí simplemente que si ella había conservado las fotos durante tanto tiempo, yo debía seguir haciéndolo. Sin embargo, estas son las prerrogativas del legado familiar, no así la propuesta de Silvia Bleichmar  para su teoría.

Por otro lado, en este ordenamiento necesario de objetos y atravesada además por las reflexiones acerca del paso del tiempo a las que obliga la muerte de uno de los padres, fui encontrándome con recuerdos relacionados con mi propia formación como analista.

Mi hija, hoy de seis años, jugaba cuando tenía apenas dos, a “tomar la historia” de su muñeca favorita que ubicaba en brazos de otra persona. Indagaba acerca de si el bebé tomaba la teta, si usaba pañales, si lloraba, qué lo ponía triste, qué lo hacía reír…  Todavía hoy, cuando puede, juega con una de sus primas a ser analista saltando sobre el diván de alguno de sus abuelos.

Yo por mi parte he sido muy afortunada, y en tanto espectadora e historiadora informal pude asistir a algunos de  los procesos que dieron por resultado una teoría original y rigurosa. En los 70’s, más de una vez me tocó acompañar a mi mamá a la facultad de psicología o participar de los festejos por el día del niño que se realizaban en el Hospital Infanto-juvenil de Buenos Aires; de su mano, recorrí foros y universidades a los que asistía con la convicción de que -como solía decir- “toda astilla hace balsa”; tuve la suerte de presenciar los orígenes de la revista Trabajo del Psicoanálisis en México y la gestación de jornadas y encuentros en los que se buscaba ante todo generar verdaderos espacios de producción científica y donde nunca se temió el debate ni la confrontación, entendiendo que el calor producido en el proceso de gestación de nuevas ideas no debía ser evitado en función de pseudo-acuerdos políticamente correctos. Y fundamentalmente, he tenido la suerte de poder aprender algo de mi oficio de analista con gente que ejercía su práctica con convicción y con la grandeza suficiente como para poder revisar sus herramientas de trabajo cuando estas mostraban su ineficacia.

Hace algunos meses, mi madre escribió una pequeña historia basada en un recuerdo de familia, que le brindó la posibilidad de ser considerada escritora, oficio que siempre la había seducido y que había logrado congeniar con su pasión por el psicoanálisis. En su texto “La flor de Acapulco”, hablaba entre otras cosas, de aquellos objetos que nos habían acompañado en nuestra partida al exilio mexicano en 1976 y decía lo siguiente:

“Parias absolutos, perdidos en el espacio, llegamos al apartamento transitorio en el cual nos instalaríamos, y luego de revisar la heladera repleta de jugos y comida chatarra con la cual pretendíamos paliar la desesperanza de los niños, comencé a desarmar las valijas. Saqué de ellas la ropa, los tres tomos de Freud que en aquella época constituían sus obras completas, el cenicero del consultorio que había acompañado nuestro trabajo durante años,  dos cuadritos que suponía, al ser colgados, nos traería algo del hábitat, un manojo de espigas de la última cosecha que mi padre había realizado en el campo antes de morir, los juguetes favoritos de los chicos y, por último, la ropa.”[1]

Hoy, la vieja biblioteca de mi mamá, se asemeja a esa valija con la que llegamos hace más de 30 años a México … al meterme en sus anaqueles, al ir hojeando sus libros, van apareciendo al modo de una excavación arqueológica, los restos de un viaje que duró efectivamente una vida. Como en el poema Itaca de Kavafis, la travesía ha sido casi o más importante que el puerto de llegada.

En este marco, han hecho su aparición textos que me han remitido a los diferentes momentos de constitución de una teoría. Hoy, a más de 25 años, me encuentro con el texto “El concepto de neurosis en la infancia a partir de la represión originaria”, no ya formando parte como lo haría años después del libro “En los orígenes del sujeto psíquico”, puntapié inicial de la obra psicoanalítica de mi madre, sino como avance de una investigación en desarrollo, en una doble publicación, primero como “argumento impreso que dará origen a una tesis en preparación”,  publicado en 1981 por la revista Psychanalyse a l’Université que dirigía Jean Laplanche, y luego como texto inaugural de la revista Trabajo del Psicoanálisis que se publicaría en México a partir del año 1981, con un comité editorial del que formaban parte entre otros el propio Laplanche, Fedida, Rosolato…

Pero llegan también a mis manos, el texto con el que mi madre presentaría ese primer libro en México, sus documentos de inscripción en el doctorado de Paris VII, sus cuadernos. Cuadernos en los que iba sistemáticamente anotando los aspectos de la obra de otros autores que le interesaban, le llamaban la atención, ponían en cuestión su propia mirada acerca de la práctica analítica o que la convocaban a buscar nuevas formas de responder a viejos interrogantes.

Habiendo yo atravesado en tanto psicóloga por mí parte, diferentes espacios de formación (universidad, seminarios, grupos), encuentro en dichos cuadernos una forma de pensar que me parece importante recuperar y que hace al modo en que mi madre encaraba la obra de otros y que pretendía transmitir en relación a su propia obra. Sus notas, sus subrayados, se orientaban no tanto a aquello que parecía confirmar lo que ya estaba segura de saber, sino precisamente a aquello que lo contradecía.

Muchos recordamos la molestia que le producía el ejercicio retórico de los pseudo-intercambios científicos, la forma sistemática en la que se negaba a la repetición de enunciados al servicio de juegos identificatorios utilizados solamente para la conformación de hordas teóricas, o peor aún, simplemente profesionales.

En sus Seminarios, recordaba una y otra vez, el efecto que había tenido en ella la pregunta de Bion acerca de “quién piensa los pensamientos” y cómo esta pregunta, a lo largo de los años, la había llevado a interrogarse hasta llegar a sostener la diferencia entre pensamiento y aparato de pensar y la particular genealogía de cada uno de ellos.

En relación a la transmisión del conocimiento y el aprendizaje, siempre sostuvo que el campo de la investigación exigía en primer lugar el discriminar o reconocer las preguntas, los enigmas. Afirmaba, Antes de poder apropiarse hay que delimitar el campo de apropiación […] Primero hay que tolerar lo que no se sabe […] La constitución de un campo de interrogación es previa a la constitución de un campo de aprendizaje o de conocimiento.”[2]

Si al salir de un espacio de formación, decepcionado, uno se cuestionaba el haber estado en ese lugar, ella insistía sobre el valor que tenía el haber podido descubrir las propias preguntas, aún si no se contara con las respuestas: “Si no hubieras estado allí, tal vez esto no te lo estarías preguntando”

En ese sentido, más allá del contenido de lo transmitido, heredamos también un modelo de transmisión y una forma particularmente apasionada de encarar el proceso de conocimiento.

Mucho antes de que intentara sus propias respuestas, mucho antes de que lograra darle forma a su propia teoría, me tocó verla aprender, me tocó verla  estudiar y me tocó verla pensar aún contra lo que ya pensaba.

Y ese también debería ser un legado compartido.

 

 

 

_______
NOTAS

[1] “La Flor de Acapulco” Publicado en el libro Escritoras argentinas entre límites, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos C. L., Colección “Desde la Gente”, Buenos Aires 2007.
[volver]

[2] S. Bleichmar, Inteligencia y simbolización, una perspectiva psicoanalítica. 2007. Mimeo.
[volver]